Capítulo 9: Caedes

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—¿Qué pasó?—me acerqué al soldado con preocupación. Haw volaba en círculos sobre mi cabeza y graznaba como si intentara avisarme de algo.

Ser Erso me tomó de la mano, tal vez demasiado fuerte, y me obligó a seguirlo mientras salíamos de la habitación, con Haw siguiéndonos desde arriba.

—Tenemos que irnos... tenemos que...—el caballero estaba desesperado y constantemente se frotaba la cara para quitarse la sangre de los ojos.

—¿Por qué está cubierto de sangre?—no comprendía nada, y mi boca se sentía como si estuviera llena de burbujas. ¡Apenas acababa de levantarme! Aún era de noche, pero se notaba que no tardaría mucho en amanecer—. ¿Qué está pasando?

Ser Erso ignoró mi pregunta y empezó a correr por el pasillo. Su agarre dolía, pero él no parecía darse cuenta de que me estaba lastimando.

—¿Tomó de la bebida, princesa? La que trajo el Rey de Tecch.

—Todos lo hicimos—bufé, incluso Elm me había confesado que los criados le habían traído un poco para cuándo fue la hora de la cena.

Ser Erso maldijo en voz baja y me guió hacia una de las escaleras para empezar a bajar. Abajo seguían oyéndose cantos. Había muchas personas cantando. ¿Por qué se habían quedado a festejar tan tarde? Incluso había... gritos. Gritos de miedo.

—Era un supresor de Habilidades, princesa. Y la mitad de nuestra armada está en la frontera de Ignis...

Ser Erso se detuvo cuando los cantos se hicieron más claros, y supe que estaban subiendo las escaleras que nosotros estábamos bajando. Me asomé por el barandal para ver a las personas culpables de tal alboroto. Me quedé congelada. Eran soldados de Tecch, no había duda. En su espalda estaba la capa azul que los distinguía. Cantaban a todo volumen mientras llevaban a alguien en brazos: mi hermana.

Yulea estaba inconsciente, o tal vez muerta, dada la palidez de su rostro. También estaba desnuda y en todo su cuerpo había golpes y latigazos. Algunos de ellos ya eran cicatrices antiguas y por un horrible momento recordé a mi madre diciéndonos a Brais y a mí que Yulea ya había recibido su castigo por intentar matarnos. Los soldados le tocaban todo el cuerpo mientras cantaban y cantaban...

Bajo los tejos que los cobijan

están los búhos en hilera,

como unos dioses extraños

Fijan sus ojos. Meditan.

Ser Erso lanzó un grito ahogado, e intentó quitarme del barandal para subir de nuevo y esquivar a los soldados, pero yo estaba horrorizada, recordando algo que ya había olvidado hace mucho tiempo. ¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué parecían tan felices?

Permanecerán sin moverse

hasta la hora melancólica

en que empujando el sol oblicuo,

se instalaran las tinieblas.

Uno de los soldados había dejado de cantar para alzar la cabeza y supe que mi cabello rojo le había llamado la atención a través de la oscuridad. Cuando me vio sonrió como si tuviera toda la riqueza del mundo.

—¡Ahí está! ¡La otra princesa!

Me solté y empecé a correr hacia arriba, con el pánico creciendo en mí. Atrás se oían a los soldados que se apresuraban para terminar de subir las escaleras. Ser Erso me volvió a tomar de la mano y me empujó para que corriera más rápido, sin importarle que estuviera descalza.

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