Salida

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Noah era todo lo que ella ya sabía que seria. Imponente e intimidante con su más de metro ochenta de altura y todos esos músculos armoniosos y abultados que rellenaban la ropa a la perfección, haciendo de él un magnate atractivo y poderoso. Sus rasgos perfectos, el pelo rubio oscuro y esas envolventes gafas negras con las que tapaba sus ojos ciegos, creaban una imagen que ella admiraba y temía al mismo tiempo.

Su encontronazo en el pasillo no había hecho nada por mitigar el miedo que había sentido en un principio y la desconfianza era más fuerte en ella ahora que tuvo la oportunidad de ver al hombre con el que compartía casa. Gracias a Dios, tenía su propia habitación y un cuarto de baño propio, y si sentía demasiado miedo por el gigante que la acogía, siempre podría echar el pestillo que tenía su puerta.

De hecho, Emma estaba segura que iba a echarlo cada noche cuando regresara a la habitación a descansar sus huesos.

No confiaba en el, aunque no le había hecho nada y la sonrisa que le había dedicado era pura amabilidad condensada en un estiramiento de perfectos y gruesos labios, y unos dientes blancos y perfectos, como el resto del hombre. Sin embargo sus defensas estaban en alza, y las alarmas sonaban con estruendo en su cabeza. Eran como las alarmas antiaéreas. E igual de ruidosas.

Su propósito de ese viaje a Boston era superar el miedo que Bobby había creado en ella, hacia el sexo masculino, sin embargo eso no parecía estar muy cerca de poder cumplirse. No teniendo un ayudante como Noah McCarter a su lado. De ninguna de las maneras podría encontrar el valor para dar el paso hacia delante que le hacía falta. Por ahora se quedaría en la retaguardia y observaría. Si encontraba un hueco hacia el que dirigir sus tan esperados pasos, lo usaría sin chistar, pero ahora esperaría. Podía concentrarse en otras cosas, como buscar trabajo.

Si, pensó Emma, ese era un buen plan.

Deslizando sus pies en un par de suaves pantuflas, Emma salió al pasillo donde conoció a Noah dos días antes, en medio de la madrugada y del ensordecedor silencio de una casa dormida. Piso suavemente a través de la alfombra oriental que cubría el largo y ancho pasillo, adornado con esos vivaces cuadros y los jarrones llenos de flores sobre las mesitas. Paseo por el precioso salón, con sus sofás blancos y la mesita de cristal sobre aquella preciosa alfombra en tonos tierra. Cruzo las puertas francesas de madera de cedro hacia la sala de música con su elegante piano negro. Y salió a la terraza abrazándose para guardar calor, en esa fría noche de finales de enero, donde su respiración se condensaba y flotaba en nubes sobre su cabeza.

Todo estaba en silencio, sin embargo sus ojos podían ver a  través del esplendido jardín, con sus setos recortados y sus árboles. Todo aquel lugar debía ser un festín para los ojos cuando la primavera hiciera su aparición para calentar los brotes de flores que dormitaban en sus ramas, con timidez. Y pensando en ello, Emma sintió pena por Noah. El nunca podría disfrutar de la vista de toda aquella belleza que lo rodeaba. Ni los cuadros que adornaban sus paredes, ni las flores que llenaban los delicados jarrones. Tampoco los arboles que le darían sombra durante el verano. Ni las alfombras que protegían sus pies del frio suelo. Nada de aquello podía ser disfrutado por el hombre. Su ceguera lo impedía y era una verdadera pena.

Volviendo dentro de la cálida seguridad de la habitación de música, Emma salió de allí y camino hacia la sala de estar, o de ocio, según se mirase. Con la pantalla plana que adornaba una de las paredes, las estanterías llenas de películas y el reproductor de música con sus altavoces. Los sofás negros y mullidos. La mesita frente a los asientos y el bar con todas sus botellas de licor. Licor bueno, por supuesto. Todo era de gran calidad. Incluidos los vasos de cristal.

Ella puso una de las películas que pensó que más podría gustarle, y acomodo su cuerpo en el sofá. Sin síntoma alguno de tener sueño, Emma solo esperaba poder entretenerse lo suficiente. O quizás, esperaba aburrir a su cerebro y conseguir así que este se desconectara, como quien desconecta una batería de un teléfono móvil. Debería poder descansar, pero la verdad era que durante esos dos días que había estado en esa enorme casa, no había podido hacer nada que la entretuviera, o que la hiciera sentir útil, ya que Carmen, la doncella que cuidaba del señor y la casa, tenía la absurda regla de que los invitados no podían ayudar. Ella no quería ser tratada como una invitada. Quería ayudar en los quehaceres del hogar y tener su mente alejada de los pensamientos deprimentes que la embargaban cuando estaba ociosa, sin embargo la española era de armas tomar y se había negado en redondo a que ella la ayudara. Salvo aquel primer día, y Emma suponía que lo hizo para calmarla al verla tan nerviosa. Y sin otra cosa que hacer, estuvo deambulando por la casa durante esos dos días metida en aquella jaula de oro.

Cuidaré de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora