Una hora después, y cuando creo que la mujer que fue a hablar con el médico se ha olvidado de mí, aparece de nuevo tras la puerta y, haciéndome un gesto con la mano, me llama.

—Todavía van a tardar un poco más— susurra para que nadie note que me está dando preferencia—. Tenemos la sala de urgencias hasta arriba y vamos muy retrasados. De todas formas, ya le están poniendo la medicación en vena. Si hay novedades importantes volveré a buscarte.

—Ok... —me mira una vez más de esa forma que desde hoy odio tanto y no tardo en darle la espalda. Prefiero que piense que soy un maleducado antes de que se me escape cualquier cosa de la que después me arrepienta.

Dos horas después Rebeca cuchichea algo con Celia y me habla:

—Voy a intentar hablar con el dueño del restaurante. —Me anuncia a la vez que se levanta—. No puedo dejar de pensar en que el cabrón que le ha hecho eso a Mariajo sigue por ahí como si nada. —Asiento. Estoy tan conmocionado que ni siquiera he sido capaz de pensar en ello. Lo único que hago es suplicar en silencio para que se recupere —. Necesito saber si la cámara estaba conectada cuando ocurrió todo.

Sale al pasillo junto a Celia y tras marcar un número, veo que habla. No logro entender lo que dice pero no me hace falta, por sus expresiones faciales lo estoy entendiendo casi todo.

—¿Has logrado averiguar algo? —le pregunto cuando regresa y, como imaginaba, niega con la cabeza.

—Nada. Por respeto a sus clientes, el dueño tiene la cámara programada para que grabe cuando cierran y la apaga al regresar.

—Entonces ya solo nos queda esperar. —Exhalo mirando al frente.

En todo el tiempo que llevamos aquí no se me había pasado por la cabeza, pero ahora que Rebeca me ha hecho pensar en ello me jode no tener una respuesta. Daría lo que fuese por saber quién ha sido el malnacido que ha intentado matarla. Necesito cargar mi ira contra él.

—¿Familiares de María José Caro? —Los tres nos ponemos en pie a la vez y un médico se acerca a nosotros.

—¿Cómo está? —No puedo pensar en otra cosa.

—Grave, no le voy a mentir —dice sin rodeos y mi estómago se encoge tanto que me duele—, pero dentro de esa gravedad... podríamos decir que está estable.

—¿Y eso es bueno? —Ni siquiera tengo que pensar, las preguntas me salen solas.

—No lo sabremos hasta que no pasen unas horas. —Ojea unos informes—. Lo único que notamos es que no empora y eso, dentro de lo que cabe, ya es algo.

—¡Joder! —resoplo alterado. Necesito saber más, eso no me soluciona nada—. ¿Puedo verla? —Quiero estar con ella. Necesito sentirla cerca.

—No sé si es buena idea. —Arruga su frente.

—Por favor. —Al notar que duda le presiono—. Póngase en mi lugar.

—Está bien. —Deja de mirar sus notas para mirarme—. Quédate por aquí cerca que voy a dar el aviso. —Asiento nervioso y, volviendo su atención a la carpeta, se marcha.

Con las manos temblorosas, camino por la sala impaciente esperando a que regrese, pero de nuevo tarda más de lo que me gustaría y siento que el corazón ya no me da más. Vuelvo la vista hacia las sillas y justo cuando me giro para ir hacia ellas, la voz que tanto he esperado me llama.

—Ven conmigo. —Le sigo y camina tan rápido por el largo pasillo que mi rodilla se resiente, pero aprieto los dientes y no digo nada.

Me guía hasta un compartimento en el que en vez de una puerta hay una cortina, y en el instante en que la retira mis ojos se abren al verla. Su piel azulada ahora está completamente blanca y sus dedos parecen tener un color más normal.

—¿Cómo la ve? —Cruzo los dedos para que me dé alguna esperanza, pero se muestra cauto y apenas habla.

—Tenemos que esperar.

—Pero... ¿no ha habido ningún cambio en este rato?

—Ninguno. Esto es lento. Debo irme ya, hoy tenemos mucho trabajo —dice confirmando lo que me comentó la recepcionista y, antes de que me deje solo con ella, le agradezco que me haya dejado entrar.

Agarro su mano, me siento a su lado y hago lo único que puedo hacer: esperar junto a su cabecera.

La noche no tarda en llegar y todo sigue igual. La única diferencia es que le han cambiado de habitación y esta tiene algo más de intimidad. Se parece mucho a la que compartimos los días después del incendio.

En cuanto quedamos instalados, llamé a Rebeca para pedirle que regresase a casa con Celia, ya que no adelantarán nada quedándose en esa incómoda sala y, aunque en un principio se negó, se ha visto en la obligación de aceptar, haciéndome prometer que la llamaré sea la hora que sea si ocurre algo.

Las siguientes horas transcurren pegado a su cama y no puedo evitar controlar su respiración. Según me comentó una enfermera que vino a cambiarle la medicación, el que respire sin ayuda de ningún aparato es un indicativo de que su cerebro funciona y, dentro de lo malo, eso es una buena señal.

Agotado, apoyo mi cabeza cerca de su cuerpo y comienzo a quedarme dormido. No sé cuánto tiempo paso en esa posición cuando mi teléfono comienza a sonar y me despierta.

—¿Sí? —respondo desorientado a la vez que salgo de la habitación como si con ello evitase molestarla.

—¿Cómo está? —Al ver que es Rebeca, miro el reloj y me doy cuenta de que ya son las ocho de la mañana. Debo de haber dormido al menos un par de horas.

—Igual. Sigue sin despertar. —Trago saliva— El último médico que entró a verla anoche me dijo que el TAC estaba normal, excepto por una pequeña inflamación en la parte derecha de su cerebro. Por suerte, comencé con la reanimación pronto y su cuerpo estuvo recibiendo oxígeno mientras llegaban, si no hubiese sido mucho peor...

—Ten fe, hermanito. Todo saldrá bien.

—Eso espero.

Hablamos durante algunos minutos más y cuando nos despedimos me doy cuenta de que frente a mí hay una máquina expendedora de café que, con los nervios, no vi ayer. Me acerco a ella, introduzco un par de monedas y, cuando tengo el reconfortante líquido negro en mi poder, regreso a la habitación cambiando el vaso de una mano a la otra. Quema demasiado.

Empujo la puerta con el pie y mi boca se abre a la vez que dejo caer el café. No puede ser.

—Mierda —digo sacudiendo mi ropa con rapidez y vuelvo a mirar incrédulo hacia el mismo lugar. «¡Está despierta! Justo ahí, frente a mí». No doy crédito a lo que veo.

—Me duele... Me duele mucho la cabeza —habla con dificultad y, sin demora, me acerco a ella—, y el cuello. —Coloca la mano en la garganta y comienza a toser—. ¿Qué ha pasado? —Tose de nuevo marcando fuertes gestos de dolor y, aunque en mi cabeza se forma la clara idea de llamar a un médico, estoy tan impresionado que no me muevo—. ¿Qué hago aquí?

—¿Cómo que qué ha pasado? —Me asusto—. ¿No recuerdas nada?

—No.

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LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Where stories live. Discover now