CAP.12

12.2K 465 28
                                    

Casa de la familia Munt

Bruma

Alexander no pudo evitar farfullar una maldición cuando llegó a la casa de Martín Munt y se la encontró tomada por la Guardia Civil. Resultaba imposible hacer conjeturas sobre lo que podría haber ocurrido, cuando tras una ambulancia, apareció un furgón del hospital de animales salvajes. Ver salir a un par de enfermeros portando una camilla no era precisamente lo que necesitaba para calmar los ánimos, ahora que sabía que Oly estaba viva. La única buena noticia, en el caso de que la accidentada fuera ella, era que aún respiraba, pues estaba conectada a un gotero y a un respirador.

—Pobre Oly —susurró —, si los Menounos pudieran ver cómo has acabado...

Un nudo se le formó en la garganta solo de pensarlo. Entonces tomó la determinación de que, costase lo que costase, se encargaría de demostrar que Martín Munt la había sacado de Cachemira la noche del incendio y que había anulado su verdadera identidad para mortificar a su familia.

Tumbada en la camilla y bajo su futurista manta plateada, Luna volvió en sí unos segundos, solo para descubrir en Alexander al hombre que era golpeado por un rayo en sus pesadillas. El griego, que la observaba desde el otro lado de la calle, estaba lo bastante cerca como para que pudiera reconocer su silueta y lo bastante lejos como para impedirle ver sus facciones. Sabía que era imposible que se tratara de la misma persona. Tan imposible, como que el mar, y todas las sensaciones que los conformaban, fueran fielmente recreadas en su mente, cuando ella jamás había estado a menos de tres horas de viaje de la playa más cercana.

Después de un apostadero de dos horas dentro de su coche, esperando a que todo el mundo se marchara, y tras asegurarse de que no había nadie en casa de los Munt, Alexander por fin pudo ejecutar uno de sus delitos favoritos: allanamiento de morada. Para ello, cambió su amado abrigo de lana negra (una segunda piel), por una chaqueta y una gorra del uniforme de la policía nacional, que llevaba escondidas en el maletero, dentro de una bolsa de deporte. Antes de abrirla, se aseguró de que no había nadie lo bastante cerca como para darse cuenta del resto de enseres que guardaba en su interior; un chaleco reflectante del servicio de emergencias, una chaqueta de vigilante jurado, linternas, pilas, baterías para móvil, bebidas isotónicas, barritas energéticas, un botiquín y una pistola. Ocultó esta última bajo la ropa y cerró la cremallera.

Con paso decidido y mirada al frente, entró a la casa por la puerta principal, saltándose de una zancada la banda verde y blanca de plástico que le ordenaba mantenerse alejado. No le costó ningún trabajo forzar la cerradura de la puerta, por lo que dedujo que el desgraciado que le había arrebatado a Oly llevaba una vida más bien modesta, obligándola a ella a hacer lo mismo sin necesidad. Después de inspeccionar el salón con la ayuda de una linterna de bolsillo, recorrió el resto de las habitaciones de la planta baja, una por una. Sirviéndose del pequeño haz de luz, rebuscó en los cajones, examinó estanterías y armarios, pero no halló nada de lo que buscaba.

—¡No es posible! —se quejó — ¡Maldita sea, Luna! ¡Debe de haber al menos una fotografía tuya en algún lado!

Siguió buscando, lo que le pareció una eternidad, y solo encontró una vieja polaroid sin enmarcar, en la que aparecían dos monjas y al menos veinte chiquillas con uniforme escolar, casi la mitad de ellas con el cabello claro. En su dorso no aparecían nombres, dedicatorias, ni fechas.

En la planta superior, una vez más, recorrió habitación por habitación. Su semblante no se relajó hasta que se topó con un pequeño tesoro informativo: recortes de prensa, mapas y sendos folletos de agencias de viajes, que Luna guardaba celosamente en una lata metálica en el último cajón del escritorio del que parecía ser su dormitorio; una habitación deprimente y sencilla, con muebles bastos y apolillados, que, de no ser por el tono amelocotonado de las cortinas y la colcha, y un par de cosméticos baratos sobre un pequeño tocador, nadie hubiese apostado un céntimo a que se trataba de la habitación de una mujer tan joven.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora