CAP.10

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Casa de la familia Munt

Bruma

Aunque, según los rumores, contaba con el corazón más hermético y la mente más fría de toda la profesión, Clara Vega, la psicóloga española con mayor prestigio de su generación, reaccionó exactamente igual que cualquier persona corriente lo hubiera hecho al encontrarse ante una situación como aquella: tembló, gimió, sendas lágrimas se asomaron a sus ojos, e incluso, por un instante, pareció desorientada. Sin embargo, aquel torrente de emociones desapareció tan rápido como había aparecido, y de forma abrupta, consolidando su gélida reputación. Tras presentarse como amiga de la familia, y asegurarle a Reyes que había sido ella la que había alertado a las autoridades, se apresuró a arrodillarse junto a Luna. Al sargento no le dio tiempo de retenerla.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó al agente, con un hilo de voz, revisando de un vistazo el entorno y lo que quedaba a la vista del exangüe cuerpecillo de su protegida.

—Es pronto para saberlo, pero es posible que haya tomado una sobredosis de medicamentos—le respondió él, con una mirada desconfiada—. ¿Lleva encima algún documento que acredite su identidad, doctora?

Molesta, la psicóloga sacó del bolsillo de su chaqueta su tarjeta identificativa del hospital (aún con la pinza puesta), se la entregó, sin siquiera mirarle, y se apresuró a comprobar los signos vitales de Luna. Tras confirmar que eran estables, soltó un suspiro de alivio, le acarició la mejilla y le susurró algunas palabras de aliento al oído. La joven, que seguía paralizada y muda, intentó hacerle ver que podía escucharla, al no lograrlo, empezó a sospechar que tal vez se había dañado la columna vertebral (como había oído decir a algún agente hacía unos minutos).

—¿La chica se pondrá bien? —se interesó Reyes, mientras examinaba los datos de la tarjeta y comprobaba que la fotografía que llevaba adherida era de su interlocutora.

—Sí.

—¿Vive sola?

—Por el momento; mientras su padre se encuentra de viajele informó la mujer, acto seguido, con un escueto y rudo mensaje de voz, amenazó a alguien con <<enviarle a la oficina del desempleo>> si la ambulancia que había pedido no llegaba a su destino de inmediato.

—He visto algunos ansiolíticos en la cocina, ¿es paciente suya? —tanteó el sargento, al devolverle la tarjeta.

—Lo es.

—¿Debo suponer entonces que todos esos medicamentos se los ha prescrito usted?

—No; su padre le suministra por su cuenta algunos preparados homeopáticos.

—¿No es paleobotánico el doctor Munt?

Martín nunca haría nada que perjudicara a su hija.

Conozco al doctor; sé que es un buen hombre y que se preocupa por la chica—aseguró Reyes—, pero también sé que no cualquiera tiene autorización para prescribir sustancias como esas.

Martín tiene la formación necesaria; llegó a ser asesor de la Liga Homeopática Médica en su sede de Cachemira y consejero del gobierno español en medicinas alternativas.

—¿Cree que ha podido intentar suicidarse?

¿Luna? ¿Qué le hace pensar eso?

—Desde hace tres meses desayuno en el bar de enfrente, para que su joven amiga no deba hacerlo con el estómago revuelto—admitió Reyes, en tono paternal, levantándose la gorra un instante para rascarse la coronilla desnuda.

Con una mirada perspicaz, Clara recorrió al hombre de pies a cabeza, para acabar deteniéndose un instante en sus ojos.

—De modo que esos energúmenos no han dejado de arrojar bichos desmembrados en el jardín; usted se los lleva antes de que ella los vea—apostó—. Entonces también debió ser el que sacó a Martín en volandas de aquella manifestación y el que evitó que le prendieran fuego en el bosque...

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora