CAP.28

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Srinagar (Cachemira) India

A casi 900 Km. de Nueva Delhi y hasta la abolición de su autonomía, el distrito de Srinagar había ejercido como capital de verano del estado de Jammu y Cachemira. La ciudad, un hermoso edén en un valle a las faldas del Himalaya, se expandía a las dos orillas del río Jhelum y formaba parte de los territorios que India se disputaba con China y Paquistán. El conflicto político, que de la mano de guerrillas y del terrorismo saltara de los despachos a las calles, había vertido la sangre de muchos inocentes en nombre de la paz y de la libertad, y se mantenía latente desde hacía décadas. Alexander, por culpa de su romántico amigo Hrithik, tendía a humanizar aquella tierra exótica y sus aflicciones, imaginándola como a una bella mujer rodeada de pretendientes. Y es que el indio enamorado siempre estaba haciendo campaña de las maravillas del amor. El griego, sin embargo, que había sufrido las nefastas consecuencias del enamoramiento a través del matrimonio de sus padres y del mal de amores de su hermano Leander, era muy escéptico respecto a las relaciones afectivas. De hecho, cuando era más joven, siendo el hazmerreír de todos, sin cariño y sin autoestima, solía fustigarse pensando que no merecía ser amado. Ya en la adultez, tras haber aprendido a quererse y respetarse, sus inseguridades se habían desvanecido en gran parte, pero habían alimentado el temor de un futuro en completa soledad, porque se había vuelto tan exigente como desconfiado; lo último que deseaba era arriesgar su estabilidad emocional para volver a sentirse miserable bajo el yugo de los sentimientos no correspondidos. En ese sentido, admiraba y compadecía a Luna a partes iguales, porque ella era capaz de amar sin reservas, a pesar de haber crecido sin afecto y de todo lo que había sufrido por confiar en quien no debía. La pobre ilusa agasajaba al resto con el amor y las atenciones que deseaba para sí misma, y que no recibía.

Aquella tarde llovía a mares en la ciudad, algo que incomodaba bastante a Alexander, al que siempre le había gustado la lluvia, pero no el modo en el que esta afectaba a sus pulmones. Precavido, dudó un instante antes adentrarse en el oscuro y sucio callejón en el que Vinay Shuary le había citado. Sin duda, la angustia por la inminente visita de Luna le estaba volviendo demasiado temerario; era un poco tarde para sopesar si merecía la pena correr tantos riesgos, solo para hablar con un desconocido que sufría manía persecutoria, y que creía que los poderosos naga del Mahabhárata vivían escondidos en el Himalaya (desde tiempos inmemoriales).

En aquella parte del casco antiguo de la ciudad la presencia de la milicia india y de la policía era constante. Las calles, laberínticas, solían no tener salida, y ese era el caso del pasillo entre dos desvencijados edificios de ladrillo rojo en el que se encontraba Alexander. Resultaba inquietante que un tipo que hasta el momento permanecía esquivo y que se había negado a proporcionarle una dirección concreta o un teléfono, hubiese elegido aquel lugar para su encuentro. Si lo que ese hombre pretendía era que pasaran desapercibidos ante las autoridades, había errado. Si lo que temía era que él le agrediese de alguna manera, se encontraban en el lugar correcto, porque bastaría con que saliese gritando de las sombras para que les encañonaran con una docena de rifles automáticos. Barajando diferentes finales infelices, para aquella estúpida aventura en la que se había embarcado, el griego decidió idear un plan de escape. Sus ojos oteaban de un rápido vistazo los alrededores, buscando el camino más rápido y despejado para huir, cuando un puñado de adolescentes salió de la nada; chicos escuálidos y oscuros, con los rostros semicubiertos por pañuelos, que portaban piedras y palos en las manos. No había que ser muy listo para adivinar que eran rebeldes e independentistas, y que estaban a punto de comenzar un altercado con las fuerzas del orden. Fastidiado, empapado y sin aliento, Alexander miró al cielo y puso los ojos en blanco; los problemas se acumulaban a su alrededor, y no podía guarecerse en los pequeños y oscuros soportales. Su mente dejó a un lado la tormenta, a Luna y a los rebeldes, para sugerirle que se hiciera pasar por un comprador, en la diminuta orfebrería que tenía gran parte de su género esparcido a lo largo del callejón. Con todos los sentidos alerta y cada vez más enfadado consigo mismo, fingió sentirse atraído por el desbarajuste de ollas y cacerolas de cobre que había expuestos sobre mantas en el suelo; una improvisada y molesta orquesta a causa de la lluvia, que su dueño se apresuró a proteger con plásticos. Quiso ofrecerle su ayuda, cuando sintió el tacto firme de una mano en su espalda.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora