CAP.35

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Cuartel de la Guardia Civil

Bruma

Reyes necesitó un par de cafés descafeinados y algunas barritas de regaliz para calmar la ansiedad, que se reflejaba en sus músculos y en su estómago. No recordaba haber pasado tanto tiempo encerrado en una oficina y cada vez llevaba peor esa condena. Dos horas después de que se cerrasen las puertas del cuartel y de que la mayoría del personal se marchase a casa, él seguía recluido junto con Erika en su despacho, rodeado de montañas de documentación, esperando a que dos agentes de la H1 de interpol fueran a requisarla. A pesar del cansancio y del hambre, ambos se mostraban animados. Actitud que contrastaba bastante con la de Mendoza, que después de horas de reproches y miradas acusadoras, les había augurado una muerte profesional inminente <<por culpa del maldito e inconsciente francés>>, antes de irse a casa.

El sargento miró con admiración a la forense, sentada frente a él; tenía todo el pelo alborotado y la camisa de algodón blanco manchada de café y arremolinada en la cinturilla de sus vaqueros, a pesar de ello, le seguía pareciendo muy atractiva. Un repiqueteo en la puerta y un penetrante olor a perfume masculino de buena calidad, sacaron al agente de su momentánea abstracción y antecedieron a Guillet que, para su extrañeza e indignación, se coló en la habitación sin haber sido invitado a hacerlo.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas? —le preguntó en un gruñido, cuando aún no había terminado de entrar el francés — ¿No dijo que iba a cenar, a autoflagelarse por su indiscreción y a dormir un poco, mientras sus amigos saqueaban esta oficina?

Ante semejante recibimiento, Guillet, tan comedido y refinado como siempre, solo pudo esbozar una media sonrisa irónica.

—Estaba cenando en mi restaurante favorito <<Les plaisirs du palais>>, que casualmente es el mismo que el de la doctora, y pensé que, después de estar encerrados aquí durante tantas horas, ella tendría hambre —contestó el francés sin mirarle, al tiempo que extendía a la forense una pequeña bolsa dorada de la que brotaba un hilillo de oloroso humo blanco —. Me he tomado la libertad de traerle algo, ya que esta mañana ella tuvo la deferencia de pagar nuestros cafés en ese mugroso bar de carretera al que usted nos llevó.

Ajena al duelo de titanes, la aludida se puso de pie de un brinco, dispuesta a hacer buen uso del obsequio del francés.

—¡Oh! ¡Sr. Guillet! ¡Muchas gracias! ¡Solo era café! ¡No tenía que haberse molestado! ¡El <<Plaisirs>> es un restaurante muy caro!

Reyes, mucho menos conmovido que su exmujer, apretó los puños hasta que le crujieron los nudillos y después se posicionó justo delante de ella, en un arcaico gesto posesivo.

—No seas desagradecida, Erika. Y acepta la ofrenda—resopló en tono cínico—. De todos modos, es solo comida para llevar.

—¿Comida para llevar? Oh, no, no. <<Les plaisirs du palais>> no presta ese servicio, Sr. Reyes—aclaró Guillet, de aparente buen grado —. Lo cierto, es que ha sido un favor personal.

El sargento miró al francés de arriba abajo, con absoluto desprecio, y se encogió de hombros.

—Sea como sea, gracias, pero no era necesario. Pedí unos bocadillos hace rato—rechazó —. De hecho, estarán al llegar.

—¿Los pediste? —inquirió Erika, con una mueca escéptica.

Reyes asintió sin dudar. Estaba enfadado, muy enfadado, y mentir le resultaba relativamente fácil en ese estado. Por suerte para el francés, en lugar de seguir sus impulsos y echarle de allí a patadas, hizo gala de un gran dominio de sí mismo: se limitó a quitarle la pequeña bolsa que llevaba entre las manos y a dejarla descuidadamente en una esquina de su abarrotado escritorio.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora