CAP.52

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Luna dejó a un lado la amarga incertidumbre que le producía sentirse a la deriva, para analizar las palabras de Anjay; al chico no le faltaba razón. Por el mismo motivo que le había narrado las desventuras de los fantásticos guerreros mayas, los misteriosos olmecas, los brujos celtas y las nereidas que vivían en el Atlántico, Martín también debía haberle hablado de los naga y de los tukadi. La diferencia residía en su propia concepción de los mitos y en como ella los había corrompido (y sacado de contexto) tras encontrar los dibujos que su padre había hecho de la tribu naga, junto con la bala y notas de prensa sobre lo sucedido en las montañas. Ambos habían sobrevivido a un incendio, lo habían perdido todo y estaban solos, ¿por qué no convertir las dos tragedias en una sola para sentirse más unida a él? ¿Por qué no adoptar de paso a sus monstruos, ya que no podía ponerle rostro a aquellos que la habían engendrado y abandonado? Por primera vez todo parecía tener sentido; Clara siempre había tenido razón. Y quizá se hubiera dado cuenta mucho antes si Martín le hubiera explicado que obligarla a dibujar sus demonios no era un castigo por haber husmeado en su despacho, sino el único medio que tenía de no olvidar detalles sobre los asesinos de sus amigos. ¿Por qué su padre no había sido sincero? No era ningún secreto que había perdido su capacidad para dibujar por culpa de sus temblores y de su mala memoria. Si no era un tema de orgullo, ¿qué sentido tenía dejarla elucubrar y mortificarse con traumas que no eran suyos? En aquel entonces era solo una cría...

Desde la carretera general, el pabellón Ananta aparentaba ser una enorme mole luminosa fluctuando sobre la espesura de un frondoso bosque; una opulenta y artificial aberración, desentonando entre lo salvaje del entorno. Sin embargo, a medida que se internaban en el camino privado de la finca, Luna comprobó con entusiasmo que solo había paneles de vidrio entre las bóvedas del techo y sus altísimas columnas, revestidas con mosaicos de cerámica y metal. Aquella transparencia centelleante hacía que fuera la naturaleza, difuminándose en bellos jardines, la que se adentrara en el edificio y no al contrario.

La alta verja de hierro que custodiaba semejante joya estaba abierta y había una larga hilera de vehículos esperando su turno para traspasarla. Desde taxis hasta limusinas, todos se detenían apenas unos segundos para apear a sus distinguidos pasajeros, casi siempre ataviados con chaqués o saris.

Mientras Anjay y ella aguardaban, con el corazón galopando y el alma en vilo, Luna pudo admirar desde fuera cada detalle de aquel prodigio arquitectónico: en el jardín, etéreos fulares dorados ensartados con plumas adornaban decenas de antorchas y danzaban en el aire como si quisieran abrazar las estrellas.

—Es maravilloso. Nunca he visto nada igual —pensó en voz alta.

—Pertenece a una de las familias más influyentes del país —le confió el indio—. Muy cerca de aquí, en el centro del campo de golf, hay un barrio residencial dónde alojan solo a sus amigos. Dicen que tienen un enorme refugio bajo él, dotado con todas las comodidades y con montañas de comida almacenada.

—Bueno, eso será de gran ayuda si nos sorprenden las inundaciones —apostó ella, intentando compartir su temor sin parecer neurótica.

—Sí: no creo que haya un lugar más seguro que este esta noche —le dio la razón el chico, señalándole las bellas guirnaldas de plumas de colores que adornaban la verja.

Luna frunció el ceño.

—Para mantener alejados a los naga —apostó, con una mueca cómplice.

Anjay le regaló una sonrisa y se encogió de hombros.

—No tema por ellos, usted ya no está en edad—le aseguró burlón.

Lejos de sentirse ofendida, ella dejó escapar una sonora carcajada. El chaval la llamaba vieja y fea con tal naturalidad, que no podía tomárselo a mal.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora