CAP.2

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Casa de la familia Munt

Bruma

Luna se sentía muy estúpida por haber pensado que podría curarse. Después de una pequeña tregua  durante el verano, había llegado a confiarse, pero su positivismo se había esfumado tras sufrir tres crisis agudas de su enfermedad, en menos de ocho semanas. Desde hacía un tiempo, comenzaba a temer, ya no solo por su integridad, sino también por la de los demás. No en vano, esquizofrenia y violencia solían ir tomadas de la mano en innumerables ocasiones. Y aunque sabía que jamás le haría daño de forma consciente a otra persona, no estaba muy segura de hacia dónde podían conducirla sus trances. Esa era una de las muchas razones por las que se había propuesto acabar con todo. Miró a un lado y a otro de la calle, que seguía desierta. La noche había caído ya por completo. Ni la oscuridad ni la soledad la hicieron sentirse desamparada. Con toda probabilidad, la ausencia de miedo era la primera consecuencia positiva de la determinación que había tomado. Esa falsa sensación de autocontrol la hizo sentirse libre, fuerte y excitada. Sin saber por qué, la voz de Martín resonó en su cabeza:<<El único Dios que exista para ti ha de ser tu conciencia. El único demonio al que debes temer es al propio miedo>>. Aquellas habían sido las últimas palabras de su padre adoptivo para ella, antes de su inesperado viaje. Por alguna razón, se las había dejado escritas en una servilleta de papel, sobre la mesa de la cocina.

—Menuda despedida para una hija—se autocompadeció.

Mientras ella se perdía en sus divagaciones, un repentino sirimiri le había devuelto al aire el agradable olor a tierra mojada. Poco a poco, el insoportable bochorno que reinaba en el ambiente desde hacía más de una semana, desapareció. Lejos de buscar cobijo, enfrentó cara a cara el cielo azul oscuro, cerró los ojos, y dejó que la lluvia barriera sus lágrimas.

—Mi última vez bajo la lluvia...—murmuró. Y todas las pequeñas cosas que había amado desfilaron con avidez por su mente a modo de pequeño resumen y recordatorio: el olor del café recién hecho, el tacto de la hierba fresca escurriéndose entre los dedos de sus pies descalzos, un baño caliente con jabón de rosas, ver la puesta de sol desde la azotea, los paseos por el bosque, el pan recién hecho derritiéndose en su boca... Las manos callosas de Martín, los ojillos miopes de Sor Constanza, la risa contagiosa de su amiga Mina, las ocurrencias de Lucas, el perfume afrutado de Clara Vega, su psicóloga y tutora, el optimismo y carisma de su hijo Gabriel, que se había convertido en su inalcanzable amor platónico antes de marcharse a estudiar fuera del país... Se lo llevaría todo con ella, aunque ya no fuera a necesitar nada de eso para volver a disfrutar de fugaces instantes de felicidad.

La añoranza incrementó en Luna el sentimiento de culpa que no la dejaba respirar; sabía que la hermana Constanza (junto con Clara lo más parecido a una madre que había conocido), se sentiría muy decepcionada cuando la informaran de lo que iba a hacer. Sin duda, la monja sentiría traicionadas su confianza y su fe. Y ella lo lamentaba, pero estaba demasiado cansada de todo, como para pretender hacer nada al respecto.

Tener que mediar durante años entre un científico ateo como Martín, mucho más cercano de los paganos cultos a la madre tierra y al sol que a la corona de espinas, y la devota madre superiora de las Hermanas De Las Cinco Llagas, le había creado demasiados conflictos emocionales. Por fortuna, con el tiempo había desarrollado la templanza suficiente como para buscar su propia perspectiva de las cosas al margen de las de ellos dos. Desde luego, no sin cierta dificultad. Pero había logrado encontrar el equilibrio interior; un punto medio que la libraba de posicionarse junto a uno de sus dos queridos tutores durante sus interminables discusiones sobre ciencia, política y religión.

Gracias a aquella extraña pareja su mente se había expandido y eso la había enriquecido como persona, lo que no quitaba que también la habían hecho sufrir de forma inconmensurable en algunas ocasiones. <<Sigue tu instinto>>, le decía siempre Martín, <<Evita tener prejuicios>>, puntualizaba Sor Constanza, cada vez que se intentaba guiar por él. Y ella les había hecho caso a los dos, porque no sabía lo difícil que era confiar en uno mismo y lidiar con los prejuicios de los demás cuando se luchaba por desprenderse de los propios.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora