CAP.44

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Srinagar (Cachemira)

Mientras la observaba dormitar entre gemidos y llantos en el asiento trasero de su coche, Alexander se moría por reconfortar a Luna. Quería abrazarla, acariciarla y cubrirla de besos. Quería impregnarla con aquel calor que hacía arder su pecho cuando la tenía cerca, y tanto el mono como el estratega (que pugnaban por tomar el control de su voluntad), estaban de acuerdo en que debía hacerlo.

No podía dejar de preguntarse si la atracción que había sentido por ella, nada más verla, se debía a que de forma inconsciente la había reconocido o si había sido ese amor prohibido que le atormentaba el que le había empujado a desfogar lo que sentía con la que creía era una extraña. Nada raro, teniendo en cuenta que el amor a primera vista no era amor de verdad, sino solo una luz de gas hormonal, destinada a tiranizar sentimientos. Por fortuna, nada en la rubia le recordaba a la renacuaja de rizos dorados que merodeaba por el campamento con su inseparable osito manchado de chocolate; algo lo bastante siniestro como para devolverle a la consulta de la doctora Vega.

Por primera vez temía algo que no estaba relacionado con fantasmas del pasado o con los devenires de un porvenir incierto; le asustaba la idea de haberse enamorado de la protagonista de un libro, al igual que Chloe se había enamorado del Sr. Darcy. ¿Era Luna su Darcy? Ella era real. Si lo que había escrito en sus diarios también lo era, no creía que pudiera encontrar a nadie mejor para compartir su vida. Pero la rubia no sabía nada de él, y, cuando lo supiera, le odiaría. Por no hablar de lo que sucedería si los enemigos de su padre llegaban a descubrir la verdad. ¡Era una maldita locura! Cuánto más claro tenía que debía de alejarla de él menos ganas tenía de hacerlo; habían pasado casi por lo mismo. Habían compartido, sin saberlo, las mismas emociones. ¡Incluso tenían aficiones parecidas! Aunque fueran distintos podían llegar a formar un buen equipo... Ella merecía ser amada, respetada y apoyada, y él podía darle todo eso sin esfuerzo, pero sabía que no estaría bien. Los Menounos jamás lo hubieran consentido; le habían pedido que actuara con ella como un hermano. ¿Y su padre? Su padre, de estar vivo, le diría que lo que pretendía hacer era una bajeza, algo impropio de un hombre con un mínimo de decencia y sentido de la lealtad.

Luna no tenía ni la menor idea de qué hacía tumbada en el asiento de atrás de aquella joya del asfalto, con los cristales tintados y los asientos de cuero negro, que aún olía como ha recién salida del concesionario. Desde la marcha de Martín, era la segunda vez que abría los ojos y no sabía dónde estaba. Al menos, en aquella ocasión no se trataba de un hospital. Le costó reconocer al conductor en un primer momento; con el pelo medio recogido por una coleta suave y algunos mechones oscuros cayéndole sobre un lado de la cara, su objetivo besable aparentaba tener algunos años más. No le sorprendió que fuera él el que condujese el todoterreno por un camino angosto y lleno de baches, porque había estado protagonizando sus sueños de nuevo: él, de espaldas a la orilla de un precioso cenote azul, permanecía inmóvil, mirándola. Con un gesto de la mano la invitaba a sumergirse bajo el agua. A medida que ella avanzaba en su dirección decenas de los monstruos de sus pesadillas emergían del fondo, impávidos y sincronizados; un ejército desplazándose como un solo hombre. No podía haber imagen más terrorífica.

Por fin podía estar tranquila, por fin podía dejar de temer que se acabara su buena suerte, porque su estabilidad había sido un espejismo; el peor de todos los inconvenientes de la locura eran los momentos de mayor lucidez. Esos instantes en los que su mente enferma era consciente de que vivía en un mundo paralelo, que nadie más conocía, y en el que siempre estaría irremediablemente sola. Estaba tan cansada... Lanzó un pequeño suspiro, captando con él, sin pretenderlo, la atención de su benefactor.

Alexander sintió un gran alivio al percatarse de que su pasajera estaba consciente y de que su piel había recuperado el poco color que poseía.

—¿Estás mejor? —le preguntó, a través del espejo retrovisor, para enseguida volver a centrar su atención en la rudimentaria y polvorienta carretera.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora