CAP.1

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 (Música: Apocalyptica - 'Hall Of The Mountain King')


15 años después del incendio en las montañas.

Casa de la familia Munt.

Bruma (Madrid)

             A pesar de ser consciente de que lo que estaba viendo era fruto de su imaginación, Luna, que volvía a enfrentarse a una versión mucho más pequeña de sí misma, se sentía aterrorizada. Sus pesadillas siempre tenían como escenario un bosque espeso y un valle entre enormes montañas, cuya atmósfera (oscura y opresiva) solo era corrompida por el resplandor ambarino del fuego. Mientras se abría paso entre las sombras, un gran incendio consumía vorazmente todo cuanto existía a su alrededor, incluyendo el suelo que pisaba. En ese escenario dantesco, la niña que una vez fue corría descalza sobre las brasas. Era una carrera frenética, en la que solo se detenía de vez en cuando, para asegurarse de que había conseguido burlar a las bestias que la perseguían. Sus demonios, corporizados en ágiles y veloces criaturas de morfología humana, pero de fauces depredadoras y miradas candentes, se deslizaban como negras sombras a través de los matorrales. Ni siquiera las llamas suponían para aquellos temibles seres un obstáculo en su empeño por alcanzarla. Al final del sueño, magullada y exhausta, conseguía por fin llegar a una gran explanada; un hermoso valle salpicado de enormes flores de pétalos purpúreos, que emergían de la oscuridad como pequeñas heridas sangrantes, sobre el que se erguía una rudimentaria cabaña. El momento álgido de su pesadilla, el que Luna podía recodar con total claridad estando despierta, llegaba cuando ella se disponía a abrir la puerta de la vivienda y, tras su espalda, un chasquido metálico volvía a ponerla en alerta de nuevo y le hacía saber que no estaba sola; un encapuchado de rostro difuso, una figura de niebla, en la inmensidad de la noche (cuyas facciones nunca lograba recordar), cavaba una tumba al pie de un viejo roble seco. En una de las ramas de este, a varios metros sobre su cabeza, estaba posado un enorme búho con los ojos totalmente oscuros, ojos que se tornaban blancos al encontrarse con los suyos. Por alguna extraña razón, su pequeño <<yo>> rechazaba en aquella pesadilla el resguardo de la casa y se dirigía hasta el borde del agujero. Al tiempo que asomaba su pequeña cabecita al interior de este, para satisfacer su curiosidad, el encapuchado murmuraba a su oído lo que parecía ser parte de una oración: <<Yo os observo con la parsimonia del que sabe ya el final de la historia. Soy el nexo entre lo divino y lo humano. Solitaria y abominable criatura>>. Luna jamás llegaba a saber qué había allá abajo. Lo siguiente que recordaba era verse a sí misma saltando por un precipicio del que descendía una enorme cascada, y la terrible sensación de caer al vacío.

Despertó bañada en sudor, sobre el colchón desnudo de su cama, con las sábanas y la colcha hechas jirones en el suelo. Tenía los párpados tan hinchados por el llanto que apenas si podía abrir los ojos, y el maldito papel que había terminado de arruinarle la vida arrugado en un puño.

—¡Ok! ¡Ya basta!¡Para de una vez! —masculló entre dientes, como si su vieja radio fuera a hacerle caso, dejando de reproducir <<En la gruta del rey de la montaña>> a toda velocidad—. ¡Deberías ser chatarra desde hace mucho tiempo!

Apagó el destartalado cacharro de un pequeño golpecito, después se armó de valor y lo abrió: desplegó una vez más aquel maldito papel que aferraba. Una mueca amarga se dibujó en su rostro irritado.

—<<Luna la lunática>>—leyó.

Se había quedado sin lágrimas. A pesar de ello, ese opresivo nudo en la garganta que la acompañaba desde que había salido de la universidad seguía estando ahí.

Recorrió con el dedo la silueta de su mentón en el papel y sintió pena de sí misma. Todos los años las monjas de su orfanato llevaban a sus pupilas a una residencia de ancianos para alegrarles la nochebuena con cánticos navideños. Sin duda, aquella fotografía se la habían tomado a traición las navidades pasadas, mientras cantaba. El artífice de semejante objeto de escarnio se había encargado de captar el momento preciso en el que ella tenía la boca abierta como un pez y después se había tomado la molestia de insertarla en un absurdo fotomontaje: situándola bajo un tenebroso cielo nocturno, en el que resplandecía una enorme luna llena. Luna dobló el papel y lo metió en el bolsillo del pantalón de su chándal. Estaba segura de que debía haber decenas como ese repartidos por el pueblo y de que en ese preciso instante todos los que los tenían en su poder debían estar riéndose de ella. Una vez más, la pobre huérfana desequilibrada adoptada por Martín Munt (el científico que parecía un sin techo, rey de las teorías conspirativas), volvía a ser el hazmerreír de Bruma. ¿Quién demonios le habría hecho aquello y por qué motivo? Intuía que podría ser la última hazaña de Esteban Belmonte (su exhermano de acogida) y de Rita, su prepotente y retorcida novia. Esos dos siempre se las arreglaban para amargarle la existencia. No importaba lo mucho que se esforzase por pasar desapercibida, por alguna razón inexplicable, siempre se topaba con alguien del entorno de ambos a quien su sola presencia le molestaba. Y, por desgracia, ese alguien siempre quería hacérselo saber. Si la cosa quedase en simple animadversión por parte del otro, quizá ella pudiera haber seguido adelante. Tal vez hubiese reunido el valor necesario para hacerlo si no se hubiera sentido tan expuesta y sola. Pero no, siempre sucedía algo que la sacaba de su soñada invisibilidad y la exhibía ante los ojos del mundo de la manera más humillante posible. Para colmo de males, su bochornoso espectáculo de la semana anterior en el acuario no había hecho más que reavivar las habladurías respecto a su persona. ¿Debía culparse a sí misma por eso? ¿Quién no gritaría al ver a un reptil gigantesco golpear su cabeza contra un cristal, una y otra vez, hasta casi destrozársela? Ella amaba a los animales, pero esas criaturas tenían algo en sus fríos ojos y en sus pieles escamosas que conseguía inquietarla. Cuando las miraba tenía la sensación de que estaba frente a uno de los monstruos de sus pesadillas. ¿Cómo no gritar? ¿Cómo no perder el aliento y desmayarse? ¿Era su culpa? ¡Era su culpa! ¿Por qué no podía ser normal, como todos los demás?

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora