CAP.20

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Con cada minuto que Luna pasaba sentada en la cama de aquel hospital, la sensación de claustrofobia crecía. Incluso con los ojos cerrados, los olores y sonidos propios del edificio le recordaban que la habían desahuciado. Ni siquiera cuando había tomado la decisión de quitarse la vida se había sentido tan sola y asustada. Había perdido el control. Era un barco a la deriva, condenado al naufragio. Pero sabía que la vida le había dado una nueva oportunidad, y, aunque esta fuera breve, no tenía derecho a quejarse.

Gabriel pasaba a verla con frecuencia, pero Clara, a pesar de que había pospuesto su viaje unos días, se limitaba a llamarla por teléfono. La psicóloga ponía como excusa el exceso de trabajo y nunca iba a visitarla, algo que ella atribuyó a sus diferencias con su hijo, al que a toda costa evitaba. Con semejante panorama alrededor, y sin nuevas noticias de su padre, la ansiedad y los remordimientos hicieron mella en su ánimo y en su salud. No veía el momento de alejarse de aquellas dos personas tan queridas para siempre; liberarlos sería el mejor regalo de agradecimiento que podía ofrecerles.

Aquella mañana, nada más entrar en su habitación, Gabriel le pidió que se incorporara. Casi siempre, mientras él palpaba su frente y su nuca para comprobar si tenía fiebre, ella pensaba en cosas estúpidas: como nombres de películas que empezaban por <

No soy tan libre como crees: sé que hablo mucho, que a veces puedo parecer muy segura de lo que digo, pero en el fondo estoy llena de dudas. No es fácil saber, en cada momento, qué es lo correcto —reconoció —. Ni siquiera sé que va a ser de mi vida a partir de ahora.

Su amigo la miró con extrañeza.

—¿Has vuelto a ponerte en contacto con la embajada india? ¿Y con la embajada española en Nueva Delhi? ¿Se te han pasado por la cabeza opciones que no sean la autocompasión o la muerte? —la reprendió en tono circunspecto.

Ella se quedó de piedra al escucharle. Al parecer, todos tenían la misma penosa opinión sobre su persona.

—No podría hacer nada de eso sola—gimió—. ¡Sería una locura ponerme a investigar por mi cuenta!

—¿Una locura mayor que morir intoxicada o desangrada, por propia voluntad? —le recriminó Gabriel —. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué puede ser más terrible que perder la vida? ¿Qué podrías perder más importante que eso?

Primero el sermón de Reyes y después los reproches del doctor... Luna empezó a sentirse como el ser más estúpido y patético sobre la tierra. Su malestar debió ser tan evidente que el médico se vio obligado a pedirle disculpas. Entonces ella se derrumbó del todo. En el fondo sabía que, al igual que el guardia civil, Gabriel tenía razón. ¿Qué más podía perder? ¿Qué más podía temer? Avergonzada, echó a cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo para no tener que mirarle a él a los ojos.

—Tienes razón. No solo he sido una cobarde, también he sido una egoísta; Martín no se habría rendido hasta encontrarme—se lamentó entre lágrimas, poco antes de hundir su cabeza bajo la almohada.

—Aún estás a tiempo de enmendar tus errores—le advirtió el doctor en tono dulce, tironeando de la almohada para invitarla a abandonar su escondite—. Ahora abre la boca, parlanchina. Quiero ver si ha mejorado la lesión que la intubación te produjo en la garganta.

Luna obedeció, y de pronto se encontró a un milímetro del cuello del joven. Algo que no le resultó desagradable, pero sí bastante violento. El pulso se le aceleró y sintió emanar un sudor frío en las palmas de las manos, se las frotó discretamente bajo las sábanas, en un vano intento por deshacerse de aquella sensación pegajosa. La rígida y áspera lengua de madera dentro de su boca acrecentó las náuseas, que se habían convertido en un molesto compañero de viaje.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora