CAP.32

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No importaba cuán profundo fuera el pozo en el que se arrojara el recuerdo de una traición; su putrefacto hedor a resentimiento y venganza siempre acababa impregnándolo todo. Alexander estaba convencido de ello, porque ni el paso del tiempo ni la terapia psicológica le habían ayudado a asimilar que no podría hacer justicia por su padre. Incluso en los momentos en los que se sentía feliz, parte de él se desdoblaba y permanecía ajena a esa felicidad, porque creía no merecerla. Leander solía decirle que no tenía por qué sentirse culpable, pero él sabía que sí: como único testigo vivo de lo sucedido (a parte del doctor Munt), en él recaía la responsabilidad de hacer pagar a los responsables, algo que no había sido capaz de lograr. Pensaba en ello mientras perseguía al hombre que había intentado asesinar a Shuary, y se descolgaba, como un macaco enfebrecido, por las barandillas metálicas de la escalera exterior de su edificio. Se sentía más vivo que nunca. Incluso sonreía. Intrigado, furibundo y con la adrenalina sincronizando sus pasos, flexionó sus largas piernas y tomó impulso para saltar al centro de la calle, eludiendo así el último tramo de escalera. La lluvia, cada vez más intensa, estaba empezando a arremolinarse alrededor de una pequeña alcantarilla; la misma que el pistolero, cubierto por una capa con capucha y en cuclillas, trataba de levantar. ¿Pretendía deshacerse de su arma o recuperarla? Alexander lo estudió apenas unos segundos antes de abalanzarse sobre su espalda, aunque no pudo calibrar su corpulencia hasta que lo tuvo debajo: un metro setenta, sesenta y tantos kilos, brazos y piernas cortos, fuertes, espalda ancha, cabeza grande y poco cuello. En resumen: lo que él solía llamar un <<cuerpecillo de rana>>. Cuando la capucha que impedía ver el pelo y el rostro de su contrincante cedió, en el inevitable forcejeo, el griego pudo comprobar que sus rasgos, grotescos y desproporcionados, tampoco tenían nada que envidiarle a los de un batracio. Sin embargo, su fuerza era la de un oso Grizzly y su agilidad la de un perro salvaje africano. Solo eso explicaría el hecho de que, con un simple manotazo y sin siquiera mirarle, le hubiera hecho aterrizar de nalgas en el asfalto. Humillado, pero sin dejarse amedrentar, Alexander volvió a la carga; saltó, rodó, se agachó y lo agarró con fuerza por uno de sus robustos antebrazos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró inmovilizar su muñeca y golpearle la barbilla con un codo, para intentar desestabilizarle, pero solo consiguió ganarse una fuerte patada en la corva lumbar, que le dejó inmóvil durante unos segundos. Se sentía estúpido y masoquista. Su contrincante no le veía como una amenaza, porque de ningún modo lo era. Aquello era inaudito. ¿Qué debía hacer en una situación como esa? No tenía experiencia previa... Obligado a improvisar, se quitó el abrigo, casi empapado, y se lo colgó del hombro derecho, a modo de capa, para poder empuñar su pistola bajo él. Cuando estuvo listo, acortó distancias con el que debía ser un mercenario, se agachó y presionó el cañón del arma sobre su espalda.

Debiste terminar el trabajo —le advirtió.

El tipo asintió y le miró como si hubiera dicho algo absurdo. Sosteniéndole esa mirada, sacó las manos llenas de basura del remolino de agua, se giró, la tiró lejos y después hizo una mueca bastante ilustrativa, para invitarle a echarle una mano con su tarea de desatascar la alcantarilla.

—¿Bromeas? Ese es... ¿Ese es tu trabajo? —farfulló el griego en hindi, sintiendo como toda la sangre se le agolpaba en los pies. A lo que su interlocutor asintió de nuevo.

¡Acababa de atacar sin razón a un empleado público! Había deducido que era su objetivo solo porque la calle estaba desierta. Y encima él parecía padecer algún tipo de discapacidad. ¡Había cometido un error imperdonable! Avergonzado, guardó su arma, le pidió disculpas al pobre tipo e inventó una historia tonta sobre un ladrón para justificarse. Se puso en pie y miró a un lado y a otro de la calle; hasta dónde la intensa lluvia le dejaba ver, no había señales de vida por ninguna parte. Ni siquiera Shuary se había asomado a la escalera metálica de su edificio para ver si estaba bien. ¡Menudo desagradecido! ¿Debía regresar junto a él? No parecía estar demasiado bien de la cabeza, aunque era obvio que tenía algunos enemigos... El operario, ajeno a sus divagaciones, le tironeó del bajo del pantalón para pedirle de nuevo que le ayudara a desatascar la alcantarilla. La culpabilidad obligó a Alex a agacharse a su lado y a meter las manos bajo el agua sucia. Solo pensar en lo que podía llegar a tocar le revolvía el estómago, aunque jamás imagino que iba a toparse con algo que quisiera arrastrarle hacia dentro del agujero. Paralizado, alcanzó a ver unos nudillos aferrados a los barrotes de metal. En esa ocasión no hizo falta que su nuevo amigo de ojos saltones y labios ausentes le tocara para que cayese de nalgas en el suelo.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora