CAP.55

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Luna tuvo la sensación de que, al igual que Beth, Maryam también pretendía hacer de alcahueta para Alexander. Resultaba muy halagador que las dos mujeres la consideraran digna de alguien al que amaban tanto, pero no podía olvidar que solo la conocían a través de los ojos de su padre y que, a todas luces, cambiarían de opinión cuando supieran cómo era en realidad. También le producía una sensación agridulce lo poco que confiaban ambas en que el griego pudiera hacerse amar sin interferencias ajenas. Ella, que sabía bien lo humillante que era eso, daba por hecho que todos se cuidaban mucho de que él no se enterara de sus intromisiones, pues de ningún modo las hubiera permitido.

—¿Por qué tengo la impresión de que pensáis que vuestro amigo no puede cuidar de sí mismo? —opinó, en un momento dado, cuando Maryam se congratuló de que por fin hubiera aparecido.

—Es difícil confiar en que alguien que desea estar muerto sea capaz de procurarse felicidad por sí mismo... Tú debes saber bien de lo que hablo...

Las insinuaciones de la mujer hicieron que Luna se quedara paralizada.

—¿Yo? —balbuceó.

—Martín: no es un secreto que se siente culpable por haber sobrevivido al incendio... Es curioso el modo en el que los caminos de las personas se entrecruzan, ¿no te parece? Si él o Alex hubieran perecido esta noche ninguno de nosotros estaría aquí. Ni siquiera tú...

<<Ni siquiera tú>>, habían llegado a la mesa de los organizadores, por lo que Luna no tuvo oportunidad de preguntarle a Maryam por qué tendría más sentido que ella estuviera allí, frente a que lo estuvieran todos los demás. El pequeño misterio dejó de importarle cuando se percató de que le habían reservado una silla junto a la de Alexander y que él, con los ojos enrojecidos y la mirada perdida, parecía estar tan triste como lejos de allí. De nuevo, cualquier pensamiento útil en su mente desapareció bajo el control de sus hormonas. Al ser conscientes de la tensión entre los dos, el resto de los presentes dejó de conversar para centrar toda su atención en ellos. Incómodo, el griego la miró de abajo a arriba, como siempre, sin levantar un milímetro su afilada barbilla. Sin mediar palabra, se levantó, le retiró la silla y volvió a sentarse. Como un autómata, ella le dio las gracias, se acomodó el vestido y tomó asiento.

Al ver aquel gesto, Irene y Marco soltaron sendas carcajadas, antes de tachar a su amigo de machista y cursi. Él intentó sonreírles y responder a sus bromas con la misma celeridad e ingenio a los que los tenía acostumbrados, pero no fue capaz. Su actitud despertó ciertas sospechas en Beth, que enseguida le lanzó a su novio una mirada interrogante que no fue capaz de responder. Tiz, ajeno a los diálogos silenciosos que se sucedían a su alrededor, comenzó a asediar el escote de Irene, sentada frente a él, usando como proyectiles pequeñas bayas rojas del adorno floral que había en el centro de la mesa. Luna dejó escapar un suspiro de alivio cuando todos centraron su atención en los dos jóvenes, dándole a ella la oportunidad de hacer lo propio con Alexander.

—Bienvenida—la saludó él, con una inclinación de cabeza.

Su voz, tan ronca y desapasionada, resonó en el interior de la rubia al igual que lo hubiera hecho una moneda al caer en un pozo profundo y seco. Se sintió desfallecer cuando la miró de abajo hacia arriba, sin alzar un milímetro la barbilla. Sus ojos centellearon cuando le dedicó una de sus peculiares sonrisas; a un paso de la timidez, a un dedo de la malignidad, pero capaz de derretir un iceberg. Hubiera dado cualquier cosa por poder abrazarle y gritarle lo mucho que se alegraba de verle.

—Gracias por invitarme — gimió.

—¿Están bien Tanvi y los suyos? —le preguntó, con la esperanza de que volviera a comportarse con la familiaridad que solía.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora