CAP.42

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Srinagar (Cachemira)

Luna se quedó de una pieza al comprobar que su taxi era en realidad un rickshaw, o, lo que era lo mismo: un cochecito de dos ruedas techado y preparado para ser arrastrado por un hombre, y Anjay, un muchacho muy flaco, de unos dieciséis o diecisiete años, que renqueaba discretamente de la pierna derecha. La sensación que la invadió fue extraña; en pleno siglo veintiuno, cuando las nuevas tecnologías estaban aportando grandes avances en el transporte cómodo, seguro y sostenible, pensar en hombres llevados por la fuerza bruta de otros hombres le rompía los esquemas. En aquel universo paralelo al suyo, cuajado de tradiciones y gradaciones sociales tan dispares, le costaba diferenciar entre tradición y rechazo al progreso. En esos momentos, más que nunca, se daba cuenta de que había estado viviendo en una burbuja.

Ladeó la cabeza ante la mirada inquieta de Anjay. El muchacho masculló algo en su idioma y le indicó con gestos que tenía prisa.

—Lo siento chico, pero no subiré ahí —le advirtió, en un tono que dejaba bastante claro que la decisión no era negociable.

Para su desconcierto, él asintió varias veces con una enorme sonrisa. No parecía dispuesto a aceptar una negativa.

—No, a menos que le des cuerda o algo parecido—adujo ella—. Sé que es tu trabajo, que estás acostumbrado, pero yo no, y me sentiría incómoda.

Tardó un poco en convencerle, pero al final logro que, un Anjay muy ceñudo, trajera a otro muchacho que conducía un rickshaw motorizado.

—Os pagaré a los dos. Aunque para eso tenga que pasarme el resto del mes comiendo solo macarrones —masculló ella entre dientes, justo antes de subir al vehículo.

Los jóvenes estuvieron debatiendo durante unos minutos, hasta que, al final, el recién llegado se marchó dejando a <<el seductor>> al volante de su rickshaw.

Las calles de Srinagar eran laberínticas y caótica la forma en que se apilaban las casas a sus lados. En pleno fervor matutino, todo estaba saturado tanto de tráfico como de viandantes y animales, algo que no representaba obstáculo alguno para Anjay, tan hábil conductor, que incluso se atrevió a atravesar las calles entoldadas del mercado. Un lugar que la impresionó, tanto por su olor, como por su alegría y colorido.

Pero no todo era hermoso, ni olía a especias en aquella ciudad. La pobreza, la mendicidad y la contaminación se hacían notar de forma insistente en el <<paraíso>>, también la violencia. Anjay estaba tan acostumbrado a lidiar con la realidad más triste de su ciudad, que permanecía inmune a todo cuanto a ella la inquietaba y sorprendía. El chico ni siquiera se inmutaba cuando los mendigos le cortaban el paso, para tironear de los pantalones y de las mangas de los viandantes. Por lo visto, en su entorno el rango era el único sustituto del dinero a la hora de medirse con otra persona.

—La llevaré al Roza Bal, y, si le parece bien, esta tarde pasaré a recogerla y le mostraré Shalimar Bagh—la informó el chico —. ¿Por qué no ha querido que la lleve? ¿Es porque estoy cojo?

—No, claro que no —refunfuñó ella, ofendida —. ¿Qué te ha hecho creer eso?

—No sería la primera vez... ¿Entonces?

—Al pensar en ello no me sentí cómoda.

—No sienta compasión por mí; es solo trabajo. Apuesto a que no se siente mal por los que cosen sus bonitos zapatos de piel a mano o tiñen sus jeans a costa de sus pulmones—le recriminó Anjay.

Las acusaciones del muchacho sorprendieron y molestaron a la rubia, más que acostumbrada a ponerse en riesgo encabezando con su padre sus cruzadas.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora