CAP.33

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Fraga de Salomón

(Bruma)

La frondosa tenebrosidad del bosque adquiría un cariz irreal, como de fábula, al internarse en su corazón. Poseía una belleza oscura, cautivadora e indomable, que se volvía casi etérea gracias a una niebla espesa y a las agujas de luz que se filtraban a través de las copas de los árboles.

Era la primera vez que Erika se adentraba en aquel laberinto de caminillos cubiertos de hojas y explanadas con olor a manzanilla, aunque ni siquiera ese detalle podría justificar su repentina fascinación por él. Mientras caminaban rumbo al aserradero, dando un rodeo por los límites de la antigua finca de los Blake, Reyes giraba la cabeza para mirarla de tanto en tanto, pues temía dejarla atrás en una de sus continúas paradas (para observar cualquier insignificancia con raíces o patas).

Envuelto en su impermeable, con el gorro de plástico protegiendo la gorra de su uniforme de las gotitas de agua que se desprendían de las ramas, el sargento caminaba encorvado y con la mirada baja, intentando evitar en todo momento que sus ojos se toparan con alguna sombra sospechosa. Guillet, el tercer componente de aquella pequeña excursión, no estaba mucho más entusiasmado que él, aunque sus motivos eran mucho menos profundos y más urbanitas. A pesar de su enfado en común, el francés no alcanzaba a entender al militar, que caminaba a toda prisa algunos pasos por delante de él y de Erika. Con intención de preguntarle a esta última a qué se debía la misteriosa actitud de su compañero, se quedó un poco rezagado.

—¿Qué le pasa al sargento? ¿Está buscando setas? ¿No debería guiarse por el musgo o algo así? —le preguntó, en tono confidencial.

—Lo del musgo es para localizar el nortele corrigió la forense, risueña.

—Cierto, cierto... ¿Las telas de araña para hacer lo propio con el sur? —se interesó el francés.

—Eso creo.

—¿Y bien? ¿Qué le ocurre? He visto maratones dónde la gente camina más despacio que nosotros.

Antes de contestarle, Erika esbozó una sonrisilla maquiavélica y deslizó sus pupilas por encima de su hombro, hacia el difuso horizonte blanco al que les conducía su ex, después su atención regresó a Guillet.

—Hace años, durante una ronda nocturna, Daniel y un compañero encontraron vagando por los alrededores de este bosque a una mujer; había acampado junto con su familia en una autocaravana, cerca de los merenderos del acuario, y sufría episodios recurrentes de sonambulismo—resumió a grandes rasgos —. Mientras intentaba identificarla, le confió a Dani que era clarividente y que había visto en uno de sus sueños cómo una niña pequeña deambulaba perdida por esta parte del monte.

Tras escuchar aquella peculiar historia, Guillet adoptó una expresión un tanto incrédula.

—¿Encontraron a esa niña? —preguntó.

—Por supuesto que no.

—¿Y por eso está así? ¿Está enfadado porque no pudo salvar a una niña imaginaria?

Erika ladeó la cabeza, pero no asintió, pues lo que la había empujado a compartir la anécdota con el francés había sido precisamente la falta de respuestas para preguntas como esa.

—No exactamente: ella le dijo que volvería a ser padre de otra criatura muerta, con nombre de flor. Yo acababa de sufrir un aborto, a los cinco meses de embarazo, a penas el mes anterior. Era una niña; teníamos pensado llamarla Violeta, en honor a la madre de Daniel.

—¿Había forma de que esa mujer conociera detalles tan íntimos de sus vidas?

—No lo creo, a menos que trabajara en el hospital en el que me atendieron de urgencia.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora