CAP.22

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Era el último día de su estancia en el hospital; un cajón desastre en el que tenían cabida la mayoría de las miserias humanas que la gente prefería ignorar. Enfermedad y muerte vagaban por los pasillos de luces blancas como jinetes del apocalipsis, captando almas con total impunidad. Entre sueños, Luna podía verlas deambular por los pasillos. Y es que era imposible convivir con el miedo y el dolor que ocasionaba aquella dura realidad, sin sentirse afectado y sin caer en la tentación de autoflagelarse con los sinsabores de la propia vida. Ella, que tenía gran facilidad para empatizar con otras personas, había pasado algunos momentos bastante duros allí dentro. Al menos, había logrado asumir que la decadencia sería inevitable, por lo que lo único que podía pedirle al destino era tiempo; mientras tuviera tiempo y fuerzas, debía procurarse todos los momentos de felicidad posibles.

Gabriel la había convencido para que se instalara con él en la casa de campo que sus abuelos maternos tenían en el paraje natural de Sierra Franca (a unas dos horas de allí en coche). Ella había aceptado su oferta por compromiso, aunque le había dejado claro que no sería algo definitivo; si bien había tomado la determinación de abandonar Bruma, ni se había planteado volver a aislarse en un pueblecito entre montañas. Necesitaba ver mundo, conocer gente nueva y reencontrarse con su padre. Y eso no iba a conseguirlo volviéndose dependiente del doctor y ocultándose como si fuera una prófuga de la justicia. No es que no fuera consciente de su situación: estaba enferma, no tenía mucho dinero propio, ni posibilidad de proseguir con sus estudios y no podía buscar el respaldo de amigos o familiares, pero, una vez sometidas a la lógica tristeza y autocompasión, había podido darse cuenta de que jamás había sido tan libre como en ese momento. <<Mi padre y Clara eligieron su camino cuando tenían mi edad>>—afirmó con total convicción—. <<Gabriel eligió ser médico y estudiar en el extranjero. Ahora me toca a mí>> se dijo. Sin nada que perder, ni nadie a quien impresionar, todo serían avances y oportunidades para ganar.

Despedirse de Clara, que ese mismo día emprendía su viaje a Harvard, había sido bastante difícil y triste, pero, poco a poco, a medida que transcurría la mañana, su estado de ánimo fue mejorando. A media tarde, tras dormir una pequeña siesta, intentó incorporarse sin ayuda. Lo hizo despacio y solo con objeto de recobrar algo de frescura, pero todo empezó a dar vueltas a su alrededor en cuanto se sentó en la cama; la sensación era la de cabalgar sobre un frenético caballito de carrusel. Necesitó asirse a los laterales del somier, y dejar caer la cabeza hacia atrás, contra la pared, para no vomitar. A duras penas consiguió centrarse lo suficiente como para localizar y apretar el pequeño botoncito rojo que alertaría a las enfermeras de que algo no iba bien.

Impaciente, miró de reojo la puerta entrecerrada, buscando cualquier signo que indicara que habían oído su llamada, y entonces se dio cuenta de que había alguien espiándola desde el pasillo. El tipo fingía estar leyendo un cuaderno, pero sus ojos, rasgados y brillantes, trataban de tantear la oscuridad de su habitación. Era alto, delgado y moreno de piel. Y algunos mechones de pelo oscuro escapaban del gorro negro que llevaba puesto. Parecía joven y atlético, aunque su ropa era formal y oscura. No estaba muy segura de si le había visto antes, en algún lugar, lo que tenía claro era que le resultaba muy familiar, aunque la distancia y el aturdimiento no le permitieran distinguir bien sus rasgos. ¿Sería solo un curioso o aguardaba el turno de visitas para ir a verla? ¿Tendría algo que ver con el sargento Reyes? ¿Acaso podría tratarse de uno de esos agentes especiales que no vestían uniforme? La sensación de mareo la abandonó un instante y aprovechó eso para escurrirse entre las sábanas. Estaba decidida a dormitar un poco más, mientras esperaba que alguien acudiera en su ayuda y le diera alguna cosa que la sacara de aquel extraño estado de embriaguez. Pero no había terminado de cerrar los ojos, cuando un leve chirrido y el rumor de unos pasos le advirtieron de la presencia de alguien más dentro de la habitación. Su instinto le dijo que no se trataba de una enfermera. De hecho, intuía que no se trataba de nadie del personal sanitario: el hombre del pasillo se había colado en su cuarto. Estaba segura.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora