CAP.21

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En el cuartel, frente a la destartalada puerta del despacho de Mendoza, Reyes tarareaba viejos éxitos de los ochenta y masticaba regaliz negro, pero ninguna de esas dos cosas conseguía relajarle. Sin duda, el sargento había elegido un mal momento para dejar de fumar. Para colmo, su jefe no tenía una de sus mejores mañanas, o al menos, eso daban a entender los numerosos gritos que profería al primer desgraciado que había tenido la mala suerte de toparse con él (en su primer día de trabajo), tras su obligada baja por enfermedad. Al sargento se le pasaba por la cabeza una retirada a tiempo, cuando llegó Erika, entonces se recompuso de repente. Como por arte de magia, adoptó una postura más regia y fría, incluso consiguió parecer ajeno a todo cuanto acontecía en la habitación contigua.

—¿Qué ocurre ahí dentro? —le preguntó la forense, con una sonrisilla traviesa, en cuanto estuvo a su lado.

—Mendoza está interrogando a uno de los distribuidores de Esteban Belmonte. Solo espero que ese géiser adrenalítico, que sacude las paredes, sirva para que cuando entremos nosotros su sed de sangre se haya aplacado—le contestó él, con una mueca burlona.

Ante el cinismo de su ex, la mujer soltó una carcajada y se dejó caer con discreción en la pared, justo en el punto estratégico entre la puerta del despacho y un gran macetón con frondosos y altos helechos de plástico.

—¡No sabes lo que añoraba estas cosas! Cuando trabajas con cadáveres a veces hechas en falta un poco de acción —se lamentó con total naturalidad, luego apoyó la mejilla en el marco de la puerta, e instó al hombre a hacer lo mismo con un guiño cómplice.

—¿Es eso lo que te ha traído hasta aquí, la acción?

—No; me han pedido que traiga personalmente toda la documentación de mi departamento vinculada a Iris Blake. Algo bastante extraño, por cierto. Me pregunto qué traman <<los de arriba>>...

Ambos alcanzaron a escuchar parte de la conversación que en aquel momento mantenía su jefe con un distribuidor de drogas y su madre. Según parecía, el primero (perteneciente al círculo de confianza de Esteban Belmonte), había envenenado con pastillas de éxtasis adulteradas a algunos de sus amigos y clientes, muy pocos días antes de que Iris apareciera muerta en los baños de la discoteca en la que él solía trapichear.

—Y dices que, la noche en la que encontramos muerta a esa pobre cría, tú estabas detenido en la comisaría de Villalup...—resumió Mendoza, con su voz grave y serena.

—Llámeles, ellos se lo confirmarán—solicitó el chico.

—Le suplico que interceda por él, capitán, porque aún es muy joven y no sabe lo que hace. Además, la culpa es de esos buenos para nada con los que se relaciona... Él siempre ha sido un buen niño—intervino la madre, entre sollozos.

Estás a punto de cumplir los dieciocho... —anunció el capitán en un suspiro—. ¿Consumes algo de lo que vendes?

—No soy tan estúpido.

—¿Tus amigos sí?

—Necesito el dinero y ellos lo tienen—aseguró el chico, en tono indolente—. Con lo que mis padres me dan, apenas si me alcanza para llenar el depósito de la moto y tomarme un par de cervezas el fin de semana.

—Yo siempre he sido ama de casa—anunció su madre, en un susurro, como si estuviera admitiendo algo vergonzoso—. Mi marido está desempleado; se lesionó la rodilla y no se siente capaz de volver a trabajar.

—Sí, ese vago se pasa el día de bar en bar, gastándose en alcohol su pensión, las ayudas sociales que recibimos y lo que mi madre gana limpiando, y cuidando ancianos por horas—añadió su hijo, en tono de reproche.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora