CAP.17

10.6K 426 38
                                    

En un pasillo, junto a la sala de espera del hospital en el que habían ingresado a Luna, Alexander se entretenía leyendo uno de sus diarios. En un primer momento, había temido que alguien le preguntara qué hacía allí, pero la sanidad pública se había visto muy afectada por la crisis económica, y la falta de centros disponibles, de material y de personal, había provocado un desbordamiento que no permitía que los sanitarios perdieran el tiempo con personas que no necesitaban ser atendidas.

Mientras el joven ideaba una manera de averiguar qué suerte había corrido su vieja amiga, sin levantar sospechas, sus ojos consumían ávidamente, renglón a renglón, muchos de los pensamientos, sentimientos y vivencias de la chica de los últimos ocho o nueve años. Había llegado a un punto en el que quizá la conocía mejor que ella a sí misma. Lo cual no solo había despertado ciertas emociones dulces en su maltrecho y hermético corazón, también un enorme sentimiento de culpa, pues sabía que, si la hubiese encontrado antes, la vida de Luna habría sido muy diferente, y, por ende, feliz. Por otra parte, los anhelos de su amiga de la infancia habían despertado en él cierta inquietud perversa, debida, quizá, a que jamás había conocido tan íntimamente a una mujer. Nunca se había detenido a pensar cómo podrían verse las relaciones amorosas desde el punto de vista femenino. Y en ese punto, Luna había sido todo un descubrimiento, tanto por su inocencia como por sus altas expectativas. No podía dejar de preguntarse cuál sería la reacción de aquella pequeña mojigata, al conocer la verdad de las relaciones entre mujeres y hombres, y todos los vicios mundanos. Al planteárselo, el griego negó rápidamente con la cabeza, como si con ello pudiese deshacerse de la morbosa influencia de su lado menos amable. Pero ¿qué podía esperarse de un chico que se había criado lejos del amor de su familia? ¿Qué podía esperarse de alguien que había sido utilizado y ninguneado por todos? ¿Piedad? ¿Comprensión? No, por supuesto que no. En aquel pinball que era su vida, dónde únicamente los golpes le ayudaban a tomar impulso para seguir adelante, solo había lugar para el resentimiento y el odio. Y el destino le había dado una bola extra: Olympia. Aunque no se sentía orgulloso de ello, antes de devolverle lo que Munt le había robado, pensaba utilizarla para dar rienda suelta a toda su ponzoña. En sus planes no había lugar para ningún tipo de sentimentalismo, porque era realista y práctico, y porque estaba cansado de mentiras. Sabía que, tarde o temprano, ella también se cansaría de mentirse a sí misma. Era una ilusa a todos los efectos. Sus ambiciones eran pueriles y simples. Incluso el tipo de amor que buscaba era un chiste; tan limpio, puro y abnegado, que solo existía en sus sueños de niña. Por el momento, su príncipe azul era Fitzwilliam Darcy, de modo que cualquier arrogante bien vestido, que le cediera su asiento en el bus, tendría posibilidades con ella. Por su propio bien, él se encargaría de abrirle los ojos y de demostrarle que nunca sería feliz si no dejaba atrás sus fantasías.

A poco más de tres metros de distancia de Alexander, en la habitación de Luna, Clara y Gabriel pasaron más de un cuarto de hora en silencio, después de que la psicóloga incitase a su hijo a tomar una determinación y de que este se decidiese por mantenerse al lado de su protegida hasta el final. Ninguno de los dos había reparado aún en que ella estaba despierta, por lo que tendría un poco más de tiempo para intentar poner sus pensamientos en orden.

Luna no tenía muy claro si su principal interés era hacer lo correcto o dar rienda suelta a todos sus miedos, el caso era que, en el fondo de su alma, ni siquiera estaba muy segura de haber querido escuchar esa conversación (en caso de que haber podido elegir). A veces la ignorancia podía ser el mejor tratamiento para el dolor. Quizá no era el método más valiente, pero sí uno de los más efectivos. ¿Debía decirles a sus queridos amigos que lo había oído todo? ¿Sería lo más digno admitir ante ellos que por su indiscreción sabía que estaba desahuciada? <<No, claro que no>>, se dijo. <<Si lo haces el sentimiento de culpa los destrozará>>. <<Intentaste suicidarte, no tienes derecho a quejarte>>. Empezaba a entender por qué su padre se había obsesionado tanto con tenerla anestesiada todo el día, por qué no la dejaba ir sola a ninguna parte, por qué siempre estaba tan preocupado por su alimentación, por su descanso, por sus jaquecas y por sus malditas pesadillas. Demasiada información para asimilarla de golpe y en compañía. Necesitaba estar a solas, llorar, gritar, e incluso no le vendría mal romper alguna cosa, algo que se hiciera mil pedazos. Dispuesta a ser la mejor actriz del mundo, intentó captar la atención de la pareja, pronunciando el nombre de la psicóloga, pero solo consiguió emitir una especie de gruñido. Por suerte, con eso fue suficiente.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora