CAP.47

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Habían pasado cinco días desde que intentaran ascender hasta las montañas. Por fortuna para Alexander, desde entonces llovía con intensidad y el lago sobredimensionaba el temporal gracias al viento y a sus golpes de efecto en el agua y las plantas. El hotel crujía, se mecía entre silbidos y se refugiaba en una oscuridad húmeda y gris, que ni los coloridos cojines y cortinones lograban contrarrestar. Los lugareños estaban tranquilos, pero se divertían fingiéndose preocupados frente a los extranjeros. Una de las pardillas crédulas era precisamente Luna; Tanvi, por lo general bastante reservada e independiente, se había encariñado con ella después de compartir algunas charlas triviales y de que la dibujara junto a su abuela, ya fallecida, inspirándose en un viejo retrato. A partir de ese momento todos sus comentarios respecto al tiempo eran poco menos que apocalípticos; cualquier cosa por evitar que la rubia saliera del hotel con el griego, para privarla a ella de su compañía.

La Sra. Phritika no estaba por fomentar esa amistad, temiendo que la extranjera pervirtiera de algún modo a su hija, pero tampoco hacía nada por evitarla. El que sí se había llevado alguna que otra regañina, por pasar demasiado tiempo con Luna a solas, había sido Alexander, incluso después de haber dejado claro que solo le hacía de guía. Luna, por su parte, seguía preguntando de forma insistente por su padre, pero había relajado el tono al hacerlo. Después de dos videoconferencias <<fallidas>> (por culpa del temporal) y de recibir a diario correos tranquilizadores de parte del inexistente ayudante-monje del doctor Memet, su interés por volver a Bruma no podía compararse con el deseo de permanecer allí, disfrutando de su síndrome de Estocolmo sin saber que la habían secuestrado. Lo único bueno que le habían aportado a Alexander sus mentiras y manipulaciones era verla feliz, aunque esa felicidad fuera solo un espejismo.

El griego especulaba sobre cómo ella describiría aquellos días en sus diarios, mientras intentaba concentrarse en su lectura del manual de Shuary. Necesitaba averiguar qué estaba sucediendo en las montañas, capaz de hacer que los adivasi se mostrasen tan reaccionarios frente a los extranjeros, pero le costaba entender lo que leía, pues siempre acababa pensando en Luna y en cómo reaccionaría al saber que le había mentido.

Por enésima vez aquella tarde, deslizó el dedo por el último párrafo que había leído; estaba firmado con las iniciales de su padre. En realidad, el manual, o lo que quiera que fuese, era un compendio de reflexiones, análisis, teorías, datos e ilustraciones que tenía como epicentro a los naga, pero que derivaba en toda una serie de caminos paralelos que a veces no conducían a ninguna parte. Intuía que, en más de una ocasión, los autores (que podían contarse por decenas), se limitaban a expresar sus deseos y temores, sin ningún tipo de aval, y eso dificultaba que el lector identificase qué parte de la lectura estaba basada en datos reales y qué parte era pura fantasía. Lo único que parecía estar confirmado era que los naga eran tan conscientes de sus propias emociones y sentimientos, como de las emociones y sentimientos de los otros. Una cualidad que él, siempre protector de su intimidad y con tendencia a aislarse, percibía como una maldición.

La gente de su bisabuela no necesitaba a la prensa rosa ni a la amarilla. Los naga lo sabían todo de todos, sin necesidad de periodistas. Menudos descendientes de dioses pringados.

Luna aún podía sentir el perfume de Alexander impregnado en su ropa. Él tenía la costumbre griega (o eso le había dicho) de despedirse con fuertes abrazos y besos en la cabeza, y ella los recibía de muy buen grado, aunque, por su diferencia de estatura, no podía devolvérselos. Hacía menos de una hora que se habían separado frente a la puerta de su dormitorio, pero ya contaba los minutos que faltaban para reencontrarse con él en la cena. Martín se había encargado de que le mostrara todos los rincones hermosos de la ciudad, y a eso se dedicaban por las tardes, si el tiempo lo permitía. El resto del día ella era un huésped y él, entre otras muchas cosas, el director de la escuela benéfica de su padre.

RASSEN IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora