Capítulo 40: Layla.

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Le gusta el porno con asiáticas. Aunque me asegura que más le gusto yo.

En ocasiones como ésa, deseo que se vaya a Japón y alguna mafia lo coja como conejillo de indias para una nueva práctica de tortura. Una práctica que resulte letal, aunque, claro, eso no lo saben seguro hasta que la prueban en alguien.

Una parte de mí se siente mal por desear ser una viuda feliz.

Se acerca y me da un beso; todavía se le nota la erección en los pantalones. Se los sube un poco; tiene la costumbre de hacerlo prácticamente desnudo. Sólo se deja los calzoncillos, y todo porque yo una vez le planté cara y le dije que hiciera el favor. Esa silla a veces también la usaba yo para hacer trabajos.

Tuvimos una bronca inmensa. Me tiró al suelo y me dio un par de patadas; estaba borracho y no sabía lo que hacía. O eso me decía a mí. Eso me decía yo también a mí misma; estaba borracho y no sabía lo que hacía.

Nunca estaba sobrio.

Nunca sabía lo que hacía.

Estuve varios días después de nuestra "reconciliación" en los que me dolía a horrores sentarme. Tuve suerte: al menos fue en la época de prácticas, cuando nos tocaba dibujar los músculos que nos enseñaban los profesores en los cadáveres extraídos de la morgue de la universidad.

Hasta él se dio cuenta de que se había pasado haciéndomelo fuerte. Cuando nos despertamos y había una mancha de sangre entre los dos, en lugar de comentar casi con asco "ya te ha venido la regla", me preparó el desayuno. Y me lo trajo a la cama. Se esmeró más que de costumbre, y me besó y me pidió perdón y me aseguró que nunca, jamás, me lo volvería a hacer así. Me reprochó que no le hubiera dicho que me estaba haciendo daño.

Si le reprochara cada vez que me hacía daño, llevaría medio año teniendo contacto sexual exclusivamente con su mano.

-Por mí, no pares-susurré, dejando que me besara, y devolviéndole un poco el beso. Me acordé de cuando fuimos a París. Y no pude evitar sonreír.

Todavía no era un monstruo, o yo no lo consideraba tal, o por lo menos lo escondía, cuando pasamos una semana en Francia.

Creo que era porque estábamos en Wolverhampton.

Me devolvió la sonrisa, me acarició entre las piernas (yo me estremecí, un poco de placer, un poco de rabia de permitir que me hiciera eso) y se dirigió de vuelta al ordenador. Reanudó la reproducción, se la sacó y empezó a frotarse. La chica gritaba como me apetecería gritarle a mí.

-Ponte los cascos, Chris-bufé, él puso los blancos, pero asintió.

Cerré la puerta de la cocina para no escuchar cómo se movía su mano, pero fue inevitable oír su gemido cuando por fin acabó. Dejó los cascos encima de la mesa y vino en mi busca.

Menos mal que se había saciado después de que yo terminara aprisa y corriendo mi sándwich de atún.

-¿Qué tal el día?

-Bien. Hoy ha vuelto la ancianita del latté con espuma de oso. Su marido evoluciona bien.

Una anciana menuda, de pelo blanco pero aun así voluminoso, llevaba varias semanas yendo a la cafetería con una puntualidad digna de un reloj suizo. Siempre se pedía lo mismo, y a poder ser, siempre se sentaba en la misma mesa. Lo único que variaba era el periódico que abría, que en ocasiones se convertía en una revista del corazón. Nunca de moda, nunca de cine. Del corazón.

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora