Capítulo 40: Layla.

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Termino de barrer la parte trasera de la tienda mientras mi relevo llega a ocupar mi sitio. Es una chica de primer año de universidad, que ha venido a Londres con la esperanza de participar en algún musical. Aunque sea de figurante, da lo mismo. El caso es probar la miel de los escenarios y, con un poco de suerte, fundar su propia colmena.

Me sonríe con calidez mientras le paso la escoba, y por un momento la llego a envidiar. Van a tratarla mal, sí, probablemente, pero las caras de confundirán las unas con las otras, y podrá dormir bien por la noche. El agotamiento la ayudará. En cambio, yo...

Me quito el delantal, lo levanto sobre mi cabeza, pronuncio el nombre de mi jefe para captar su atención, y lo dejo encima de la barra, ante sus ojos. Él asiente, muy serio, pero me dice que me divierta. No suelo pedirle los días libres, ni tampoco salir antes, pero la verdad es que hoy me apetece cambiar de aires. Dejar el aire viciado del centro y la atmósfera cargada de contaminación acústica para irme a las afueras, disfrutar del relativo silencio y lo puro de los barrios de los suburbios.

No me sonríe porque le estoy haciendo perder dinero, pero me dice que me lo pase bien porque se alegra de que tenga vida más allá del bar. Lo cual no casa muy bien con sus intereses, pero tengo un algo especial que hace que todo el mundo se sienta atraído por mí. El problema es que, después, no son capaces de abandonarme. Y yo no quiero ser la primera en tener que decir adiós. Lleva toda la carga de la palabra: sufres por ser el que tiene el poder de revocar la despedida, y por el sufrimiento que sabes que le estás causando a la otra persona.

Cojo el metro, me lo pienso mejor y me bajo dos paradas antes de llegar a casa. Tal vez, si tardo lo suficiente, ya haya salido con sus amigos. Así podré comer algo, ducharme tranquila y elegir qué me pongo vestida sólo con una toalla.

Las toallas son su perdición.

Toda yo soy su perdición.

Me lo recuerda cada vez que me mira, cada vez que nos encontramos, cada vez que me separa las piernas y me hace suya con fuerza. No puede controlarse porque soy preciosa. A pesar de que soy demasiado alta, parezco un espárrago, él me desea y me quiere de todas formas.

Me deja marcas para recordármelo. Marcas en sitios en las que las puedo esconder, porque está mal visto que me marque, pero lo hace porque me quiere. Excepto cuando se pasa y me duele de verdad. Él, en realidad, no quiere hacerme daño. Me adora. Le hago perder el control, tanto en la cama como fuera de ella.

El nudo en el estómago tarda un poco más en formárseme. En lugar de aparecer cuando doblo la esquina de mi edificio o al meter la llave en el portal, decide aparecer, por fin, cuando marco el número del piso dentro del ascensor. Es tarde, seguro que ya no está en casa.

Si papá y mamá me vieran... iba a matar a mamá de un disgusto.

Empujo la puerta despacio, sin hacer ruido. Soy una damisela en apuros que va a salir de su alcoba, a intentar escapar del castillo en el que la custodia un dragón.

Tomo aire, lo suelto, y meto la llave en la puerta. La empujo despacio y escucho ruidos. Por favor, que se esté calzando para salir.

-¿Nena? ¿Eres tú?

¿Quién iba a ser, si no? Sólo él y yo tenemos las llaves.

El susurro de unos vaqueros al subirse. Se levanta de la silla de su escritorio y se me revuelven las tripas. Se estaba masturbando.

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora