Capítulo 22: Chicken stuffed with mozzarella wrapped in parma ham.

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Mi habitación no dejaba de cambiar. Siempre había algo nuevo que aparecía como por arte de magia, una especie de hongo particularmente bonito que hacía su acto de presencia cada vez que volvía de un viaje.

Pero esta vez era distinto: algo no terminaba de cuadrar. Incluso en la mayor de las oscuridades un poco de luz lunar se filtraba por el techo, como si de la azotea hubiera surgido un hueco, y las luces de mi ciudad ya no dieran abasto para acabar con la luz que provenía de los demás cuerpos celestes.

Me arrastré para encender la luz, con las energías renovadas de quien se acaba de despertar de una pesadilla y se sabe seguro en su cama, calentita y cómoda, a encender la luz y ver qué era lo que iba mal.

Bueno, todo iba mal.

Aquella no era mi habitación.

Y mi pesadilla era de aquellas lo bastante poderosas como para no poder escapar de ella ni aún abriendo los ojos y echando a andar lejos de las sábanas, la cama, la habitación y la casa que las contenía a todas.

Todo era real, Inglaterra era real, mi exilio era real, el fin de mi vida como la había conocido era real... todo era un asco, de lo primero a lo último, por mucho que las paredes intentaran parecerse a las mías con las fotos gigantes que emulaban las que había hecho colgar en mi habitación, para contemplar la gloria pasada y tratar de imitarla, celebrarla y reproducirla en la medida de lo posible.

Fallaban, evidentemente, y lo único que conseguían era añadirle un toque aún más triste a la historia que me había tocado vivir; era como si alguien añadiera un bolso horrible a un conjunto ya de por sí horroroso y, para colmo, lo completara con unos zapatos que nada tenían que ver con el estilo de lo que se estaba llevando.

Como llevar un bolso con estampado floral, al más puro estilo hippie, con un vestido de tubo de cuero negro y unos playeros de los de salir a correr al parque.

Aquello era una catástrofe en toda regla, y me había tocado vivirla a mí, sin haber hecho (casi) nada malo en mi vida, y, desde luego, nada malo para merecérmelo.

Con los ojos picándome como pocas veces me habían picado y el ardor de mil infiernos en la córnea y la garganta, conseguí arrastrarme fuera de la cama, considerando el suicidio seriamente. Sería un buen castigo para mis padres por haberme enviado allí; casi podía ver a mi madre, rota de dolor, doblarse sobre mi ataúd abierto, acariciándome el pelo y rogándome que todo fuera mentira, mientras mi padre le acariciaba a ella la espalda y le suplicaba que fuera fuerte, que se quedase con él, que no iban a poder con eso solos...

Pero no. Por muy mal que me hubieran hecho mis padres, por muy lejos que me hubieran mandado y profundo me hubiesen intentado hundir, yo no era de las que se suicidaban. La vida no era demasiado dura como para poder conmigo, y nadie era lo bastante importante como para renunciar a lo único que poseía y que nadie me podía quitar, por muchos esfuerzos que pusieran en ello: a mí misma.

Sin saber todavía cómo lo conseguí, abrí la pequeña puerta que daba a las escaleras que me conducirían al pasillo y me deslicé por ellas, sin apenas ver por culpa de los océanos rabiosos que se formaban en mi cara y que amenazaban con desbordarse y ahogar la poca tierra que quedaba sobre ellos.

Una nota me esperaba al final de la escalera, colocada en el suelo de manera que me fuese imposible verla:

"Te he dejado un sándwich en la nevera. Sólo tienes que calentarlo. Que duermas bien."

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora