Capítulo 3: Tommy.

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Seguimos cocinando en silencio, cada uno sumido en nuestros propios pensamientos. Me entristecía mucho la idea de que mamá podría no haberse dado ni cuenta de lo que acababa de hacer, pues seguramente lo tenía automatizado.

Yo había querido mucho, había amado, había sufrido y había hecho sufrir, pero nunca había llegado la extremo que ella había sobrepasado, saltando mucho más alto que la montaña más alta, sobreponiéndose a cosas que yo no había rozado ni con mi imaginación, tan atroces me parecían.

Suspiré, y ella me contempló un segundo.

-¿Estás bien, mi vida?

Me encogí de hombros.

-Sí, creo que sí-me limité a contestar, creyendo que no debía molestarla con tonterías del tamaño de las mías porque, al fin y al cabo, yo no me encontraba tan mal como lo había estado ella. No sentía la necesidad de desaparecer para siempre, aunque un rato... no estaría mal.

Sentí un nudo en la garganta, me la aclaré y dije, sin atreverme a mirarla, a pesar de que acababa de finalizar mi tarea:

-Mamá, ¿por qué las cosas buenas, las que mejor sientan, hacen tanto daño?

Se envaró y se giró a contemplarme. Echó mano inconscientemente de las muñecas, las rozó suavemente con la yema de los dedos, recogiendo el testigo de un dolor pasado, lacerante, que nunca iba a dejarla ir.

-Porque pasan a formar parte de nosotros, y nunca puedes dejar ir una parte de ti sin luchar-respondió sin pensar, con la velocidad de alguien que ha estudiado algo de memoria, que conoce el tema del que habla a la perfección y, lo más importante, lo ha hecho su modo de vida-. ¿Por qué?

Dejé caer los hombros, notando el peso del mundo en mí.

-He roto con Megan.

Mamá gimió visiblemente, exactamente igual que hacían el resto de mujeres cuando les enseñabas un cachorro de algún animal mono, o cuando veían una película en la que el protagonista masculino, cuyo cuerpo gritaba que era asiduo a ir al gimnasio, pero nunca aparecía realmente en plena acción (el dueño estaba demasiado ocupado alegrándole la vida a su amada como para preocuparse de tonterías del tipo cuidar los abdominales), y cuya mente y boca demostraban que el individuo en cuestión, a parte de un calzonazos de mucho cuidado, era adicto a novelas románticas y a citar a Shakespeare.

Incluso mi padre cumplía estos requisitos, y estaba seguro de que había sido por eso por lo que se lo habían rifado en el pasado.

-Pero no quiero hablar de ello-la corté rápidamente, seguro de que había que detener la pequeña piedra antes de que la nieve la rodeara y se convirtiera en un mastodonte del que se protegerían infinidad de pueblos a medida que rodaba ladera abajo de la montaña en la que me encontraba. Sentía que estaba escalando la pared de la montaña, no con demasiado esfuerzo, pero acusando la condenada pendiente, y alguien estaba preparándose para que, justo cuando llegara a la cima y comenzara a saborear el éxito al que iba a someterme, me empujara hacia abajo, al valle y su depresión correspondiente.

Ella asintió con la cabeza, levantando el cuchillo que acababa de coger sobre su cuerpo, sin ningún inconveniente. A mamá le encantaba hablar de estas cosas, pero sabía guardar las distancias cuando se lo pedías. Se le daba bien. Y tú no hacías más que agradecérselo.

Terminamos de cocinar escuchando la música, de vez en cuando el aleatorio, caprichoso enemigo de tu canción favorita, nos regalaba alguna de las canciones que habían sido las favoritas de mi madre en su tiempo.

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora