VII. La luz del imperio.

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El viaje en barco se le había hecho eterno. Había sido un mes de travesía hasta el Reino de la Luz. Estaba cansada, pero había merecido la pena llegar hasta allí, ver a su gente, cómo iban las cosas en sus dominios, saber lo que había sucedido en su ausencia... Había estado meses en el Reino de la Tierra, dejando atrás por su seguridad a lo que más le importaba en el mundo. La única persona que realmente la hacía feliz y la llenaba de alegría, haciéndola sonreír cada vez que contemplaba su pequeño rostro y sus ojos grises, iguales a los suyos. Por fin podría volver a verle y tenerle en sus brazos.

Soltando un suspiro de alivio, Zinnia vio cómo la carabela se acercaba a la costa hasta llegar al puerto.

Había guardias por todas partes, custodiando la seguridad de su emperatriz, y frente a todos ellos se hallaba Donna, esperando su llegada como si de un perro fiel se tratara esperando a su ama. Pero no todos los tripulantes del barco estaban felices de llegar a tierra. Lucius y Saga tenían el ceño ligeramente fruncido viendo cómo al final del puerto, ya a principios de la ciudad, había una gran multitud aclamando a Zinnia, y cómo otros se veían obligados a ello por los guardias armados con lanzas, amenazando a todo aquel que no estuviera gritando de alegría.

—Lucius, querido... —murmuró Zinnia, acercándose a él antes de desembarcar—. Sonríe un poco. Recuerda nuestro trato.

Lucius esbozó una sonrisa forzada, sarcástico.

Al bajar del barco, al principio del muelle, se encontraron con tres mozos que guardaban tres caballos. Uno negro para Zinnia, otro blanco para Lucius y finalmente uno marrón para Saga. Cuando cada uno se montó en su respectivo corcel, y juntos se dirigieron hacia Donna, escuchando los vítores de la gente. Donna se bajó de su caballo, hincando una rodilla en el suelo, inclinando la cabeza ante la Emperatriz Oscura, que le dedicó una pequeña sonrisa.

El resto de los guardias siguió su ejemplo.

—Es un placer verte de nuevo, mi amada Donna —dijo Zinnia, con voz aterciopelada.

—Es placer es mío, Majestad Imperial —repuso Donna, levantándose del suelo, volviéndose a subir a su caballo, al igual que sus hombres.

Donna le dedicó una mirada fugaz a Lucius, que la miró con odio y asco. Por su culpa había pasado cuatro años metido en un calabozo.

—Dos junto al Príncipe de la Luz —ordenó al percatarse de que no llevaba grilletes que le impidieran usar su elemento. Al instante dos guardias se pusieron a cada lado de Lucius.

Buscando una explicación, Donna miró a su emperatriz, y está le dedicó una mirada despreocupada, empezando a avanzar con su caballo, seguida por Saga.

—No te preocupes, el príncipe Lucius y yo tenemos un trato. Él no se porta mal y yo no mato a su gente —explicó—. Todos ganamos.

En su marcha hacia el Palacio de los Rugidos, Katsuro se dedicó a sobrevolar las calles, siempre por encima de su ama. La sombra que proyectaba era aterradora.

Todos los guardias de la Guardia de las Sombras iban vestidos con una armadura negra con un cuervo plateado en sus pechos, el cuervo de la Casa Regrarth. Algunos de ellos portaban la bandera morada con el ave, mostrando el esplendor del imperio a todos los que habían asistido a ver a su emperatriz.

Los gritos de la gente al ver a Zinnia pasar eran ensordecedores, y más todavía cuando ella se detenía a saludarlos con jovialidad. Había músicos en cada tramo del camino hasta el Palacio de los Rugidos que tocaban el himno del imperio para que la gente lo cantara con orgullo:

La oscuridad se alzará.

A luz atrapará.

La tierra temblará.

ALPHA || La guardiana de los elementos [#1]Where stories live. Discover now