VIII. ¡Al ladrón!

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La vida en el Sultanato del Fuego parecía ir mucho más deprisa. Los días, con el ajetreo de los preparativos de la fiesta en honor a la Alpha en la ciudadela, los entrenamientos y lo entretenida que era la vida en las ciudades de alrededor de la capital, se pasaban en un mero abrir y cerrar de ojos. No obstante, todos parecían ser mucho más felices y se divertían más. Todos a excepción de Artemisia. Ella todavía tenía entre manos el aprender a respirar debidamente. Por otro lado, a Jade cada vez le costaba menos hacer un buen manejo del fuego. Era como si todo su empeño y energías se resumieran en esa misión; en honrar la memoria de su madre haciendo uso del fuego.

Tanta era la concentración que ponía en esa labor que apenas aparecía para reunirse con los demás, a veces ni comía junto al resto, y cuando paraba para poder tomarse un respiro, ya era de noche y lo único que deseaba era tirarse en la cama a dormir hasta que volviera a salir el sol.

El patio de armas donde entrenaba estaba lleno de artilugios desgastados por ella de tanto usarlos –y eso que solo habían pasado cinco días desde que empezó a entrenar–, aparte de chamuscados cuando algo se descontrolaba un poco y acababa quemando lo que no debía.

Aquella mañana Jade se había levantado especialmente temprano, casi antes del amanecer, adelantándose al sol. Como cada mañana desde su llegada al sultanato, primero visitaba la Sala del Trono, amplia y con vitrales que mostraban dragones y su fuego, por los que entraba el sol y bañaba la sala de una luz roja sanguinolenta, adornada por colores cálidos, crema, marfil, ambarinos y dorados, como la alfombra que iba hacia el Trono de las Llamas, que a diferencia de la mayoría de los tronos del resto de naciones, se asemejaba más bien a un sillón largo tapizado de cachemira naranja, situado en el centro de una carpa labrada de ámbar y oro con columnas esbeltas a la que se subía por tres pequeños peldaños. Pero a Jade no le importaba mucho la fina arquitectura de la sala, sino los cuadros que decoraban sus paredes, pues uno de ellos, el que estaba situado más a la derecha del Trono de las Llamas, era de su madre. De igual modo había otros dos cuadros, sin embargo colocados a la izquierda; uno de Hâkem y otro de Sharim. Un cuadro para cada uno de los tres hermanos, los Hermanos Dragón, antiguamente príncipes de las tierras ardientes. Jade también conocía de un retrato de los tres juntos, de jóvenes, aunque este se encontraba en la alcoba de los sultanes, y aquel lugar era zona restringida para ella. Pero poco le importaba, con ver un solo retrato de su madre ya le era suficiente.

Sus ojos verdes paseaban por la pintura con algo de tristeza. Con anhelo de haberla conocido y que la hubiera cuidado, abrazado en las noches de tormenta, acurrucado en su regazo, tapado y besado la frente cuando iba a dormir... Tener una madre que la quisiera por cómo era y que la apoyara cuando lo necesitaba... Pero por desgracia, aquello jamás llegó a suceder.

La noche en la que nació Jade fue oscura y fría. Llovía, y varios ríos se vieron desbordados, inundando Terraco. La reina Jessenia, atendida por varias comadronas y médicos, no acababa de expulsar al bebé que portaba en su vientre, y por ello acabó falleciendo. Segundos después, el rey Tybalt, que se encontraba dando vueltas de un lado a otro fuera de la habitación, escuchó el llanto de una criatura recién nacida, lo que le hizo abrir la puerta de golpe, ilusionado porque acababa de ser padre. Pero cuando vio el vientre de su esposa rajado y a ella muerta, su cara de alegría cambió a una de ira. Desde entonces Jade fue prácticamente obligada a vivir una vida de esfuerzos sobrehumanos y penurias. Y todo ello oculto bajo una máscara de indiferencia.

—Lo siento... —dijo, inclinando la cabeza ante el cuadro.

Tras contemplar el retrato de su difunta madre una vez más, Jade salió de la Sala del Trono, limpiándose una pequeña lágrima que empezó a rodar discreta por su mejilla. Se dirigió con paso firme hacia los jardines e incontables fuentes de la ciudadela. Hacía algo de frío, pues el sol apenas había empezado a salir para calentar aquellas tierras. En su paseo, Jade estuvo fijándose en los dragones de su prima Kahina, que volaban sobre su cabeza, como queriéndole dar los buenos días. Pero fue el grifo de Artemisia el que le llamó la atención. Canelo se encontraba tumbado en el suelo, a los pies de una de las torres de vigilancia, como cada mañana cuando ella se despertaba y daba aquel paseo matutino. Era como si se hubiera apoderado de aquel lugar y lo hubiera convertido en su cama. Parecía tranquilo, descansando sin nada de lo que tener que preocuparse. Era todavía un ejemplar pequeño para las grandes dimensiones que alcanzaban los de su especie. No tendría más de un año.

ALPHA || La guardiana de los elementos [#1]Où les histoires vivent. Découvrez maintenant