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Enero, 1979.

Hace meses que Liú Tian no se había visto en la necesidad de pasar por unos de esos locales para recordarse que seguía siendo el Liú Tian que su calcomanía social escondía. Hace tiempo que no tenía que recordarse que era un ser humano con necesidades y deseos que no podía cumplir con libertad.

La música sonaba fuerte en ese antro escondido en un sótano, un recinto pequeño que olía a humo debido a los cigarrillos que pasaban de mano en mano, unos tantos con tabaco y otros con un ligero aroma característico. Las puertas insonorizadas y el largo pasillo a recorrer para llegar a ese lugar, evitaba que fuesen escuchados desde afuera.

Era su sitio seguro, el sitio seguro de todas esas personas que se apretaban entre ellos. Mujeres con mujeres compartiendo besos en los rincones, hombres con hombres tocándose y hablándose con los labios.

Y ahí, en medio de todo, estaba Liú Tian con la cabeza girando y moviéndose al son de la música. Había una mano en su cintura que lo apretaba a otro cuerpo. Sus entrepiernas se rozaban con cada movimiento, su cuello estirado hacia atrás. Mantenía los ojos clavados en el cielo raso. Unos labios tocaban la piel de su mandíbula, mientras se aferraba esos otros hombros que en esencia era lo que quería y a la vez no.

El tobillo todavía le latía aunque había dejado de doler en son a la cantidad de vasos que bebía.

Cuando los labios desconocidos buscaron su boca esquiva, Liú Tian cerró los ojos y apretó los brazos alrededor del cuello del chico al que besaba, queriendo contacto y ese olvido producto de un beso de un hombre que no era Xiao Zhen.

La melancolía regresó a Liú Tian y se sorprendió alejándose. Alcanzó a balbucear una negativa. El chico suspiró y se marchó sin hacerse demasiado problema. Fue por otro hombre más dispuesto que Liú Tian y lo encontró, porque ese antro seguía siendo un sitio seguro donde todos podían ser lo que realmente eran: unos inadaptados para esa sociedad del 79.

Tropezó fuera del salón repleto y avanzó por un pasillo largo, sus piernas torpes, cojeaba debido a su tobillo hinchado que pedía atención y descanso a su negligente dueño. Pasó por un par de puertas insonorizadas, el silencio al otro lado se sentía ensordecedor tras pasar horas destrozando sus oídos. Al llegar al último par de puerta y encontrarse con los guardias, creyó musitar que necesitaba irse. Lo que realmente dijo fue:

—Amigos... yo... mal... aire... gracias.

Los guardias lo comprobaron. Si bien ellos no conocían su nombre y Liú Tian no sabía el de ellos, se conocían. Era una rutina encontrarse los viernes cuando el sol se escondía en el horizonte.

—Sabes las reglas, amiguito, si te descubren este local no existe —se rieron de él. Por lo menos ya no ocupaban ese apodo molesto que dejaba en claro sus raíces asiáticas.

Tras asentir, uno de los chicos observó por un visor en la puerta y la abrió. Sacó la cabeza, examinó la calle y después le hizo un gesto para que Liú Tian se marchara.

Se tambaleó fuera. La entrada al antro se cerró de inmediato y solo quedó una simple puerta en medio de simples portones, que llevaban a fábricas textiles abandonadas. Hace una década, esa zona había correspondido a uno de los sectores industriales más importantes de la ciudad, que se ubicaba muy cerca de su universidad. La industria textil había muerto en el país al igual que su democracia. «Es innecesario confeccionar las telas en el país si se pueden importar desde China a mitad de precio», había declarado ese presidente que nunca quiso dejar el poder. Y así, una por una, fueron cerrando las fábricas hasta que cuadras completas quedaron en el olvido.

Calcomanía (Novela 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora