1- Presentimiento - Augurio

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La muchacha cogió unas moras del arbusto y se las metió en la boca, acto seguido se llenó los faldones con otras cuantas mientras sonreía consciente de estar haciendo una trastada. La que la seguía la increpó: 

-¡Serás bruja! ¡No me has dejado ninguna! 

La muchacha contuvo la risa con la boca a rebosar y su compañera trató de empujarla en muestra de reprobación, pero la joven saltó aterrizando sobre un charco y manchándose con las salpicaduras su remendado vestido blanco. 

-Eres un desastre Vanessa.... -le susurró la otra. 

-Ya estaba sucio Angie. -se excusó la aludida antes de seguir saltando alegremente a lo largo del camino.  

Su amiga la siguió con un suspiro. 

Delante de ella Vanessa silbaba una canción mientras sus pies desnudos se desplazaban entre las zarzas y las piedras sin llegar a rozarlos, con la seguridad que da haber hecho ese trayecto cientos de veces. Finalmente se detuvo en un verde prado en la ladera de la montaña donde pastaban algunas ovejas distraídas y se dejó caer de espaldas sobre la hierba.  

Angie se sentó a su lado. 

-¿Qué tenemos hoy? -preguntó Vanessa estirándose sobre su colchón vegetal. 

Angie frunció el ceño y abrió los fardeles que llevaba: 

-No mucho. Tres manzanas, un pedazo de queso, una hogaza de pan y... -su rostro se iluminó- el trozo de pastel que robamos en el mercado -añadió. 

-Dame un trozo. -le pidió la niña. 

Angie la miró con severidad y los brazos en jarras: 

-No pienso permitir que te lo zampes todo en un minuto como hiciste la última vez. Sobre todo, si tenemos en cuenta que hoy casi nos pillan. 

Vanessa se encogió de hombros, se recostó de nuevo sobre la hierba y cerró los ojos.  

-Yo no tuve la culpa, fue de Rainius. -susurró. 

-Ya, -replicó su amiga. -La culpa no es nunca tuya sino de tus fantasmas. 

-Rainius no es mi fantasma. -replicó ella casi dormida. -Él es un espíritu libre, hace lo que le viene en gana, se va y vuelve cuando quiere. 

-¡Pero tú me dijiste que Rainius era de fiar! ¡Qué vigilaría si venían los dependientes mientras nosotras robábamos! -chilló histérica Angie. 

Vanessa resopló, desistió de dormir y se sentó: 

-Y estuvo vigilando pero cuando los vio volver y quiso darnos la señal de huida yo estaba con las manos en la masa y tú no lo viste ni oíste. 

-Naturalmente. -replicó Angie. -¡Yo no soy la que ve a los fantasmas! 

-Cierto. -concedió la muchacha mientras comenzaba a trenzarse la rizada cabellera oscura -Tú eres la que ve visiones, así que, -giró la cabeza para mirarla burlonamente. -deberías de haber visto que el dependiente iba a volver. ¿No? 

Angie bufó, pero no contestó y se dejó caer de espaldas al lado de su mejor amiga.  

Las dos formaban un dúo peculiar. En aquella zona del norte donde cualquier individuo extraño o posible brujo era quemado en la plaza del pueblo y donde todos los campesinos y comerciantes desprendían el mismo olor a mediocridad y vulgaridad, las dos niñas huérfanas de la calle habían descubierto a edad temprana que eran diferentes y que, si querían sobrevivir, tendrían que cubrirse las espaldas la una a la otra. 

Quitando ese detalle no tenían más en común. 

Vanessa tenía el cabello oscuro hasta la cintura con tendencia a ondularse y formar tirabuzones, además su piel amarronada y tostada la diferenciaba de los habitantes del lugar. Su familia había llegado de un reino humano del sur pero los crudos inviernos y las enfermedades habían terminado por llevárselos a todos antes de que alcanzara siquiera los diez años de edad. Sin embargo, no parecía demasiado marcada por ese hecho. Era una chica de sonrisa brillante y dulce y que siempre se encontraba bailando, riendo y cantando. La gente le tenía mucho aprecio y la reconocía fácilmente al ver su silueta, embutida en aquella especie de camisón blanco que acentuaba su delgadez, saltar con aparente volatilidad por las calles y por los prados. 

El Juego De Las Almas - Crónicas De La Torre VDonde viven las historias. Descúbrelo ahora