Ariel corroboró la hora en su reloj momentos después de que Julieta se hubiese marchado y calculó el tiempo. Hacía frío pero estaba más que acostumbrado a él y siempre había sido un chico saludable. «Todo es mejor que estar en casa», pensó. Sacó cuentas mentalmente y planeó alguna excusa convincente con la cual disculparse. Todas las tardes inventaba algo. Solo que el tiempo pasaba y las ocurrencias también. La tarde ya oscurecía el bosque de forma paulatina y constante y, de mala gana, emprendió camino entre los árboles. Bajo sus pies, el suelo crujía con humedad y se volvía irregular. De vez en cuando pateaba algunas hojas secas, que bullían con escándalo entre los sonidos casi nocturnos del bosque. A pesar de la penumbra, Ariel era capaz de ver en la oscuridad. Él conocía casi de memoria el recorrido hasta su casa e, incluso, más allá del bosque. Muchos ruidos eran familiares. Y algunas veces, sin embargo, otros le estremecían la piel causándole escalofríos, porque además de oírlos, también tenía el presentimiento de que lo observaban de lejos. Por suerte, hacía varios días que eso no ocurría. Siempre pensó que era algún animal salvaje que deambulaba por la reserva con libertad, aunque los habitantes del pueblo hubieran jurado que eran los espíritus o los duendes, y se negaba a creer en ello. O quizá era esa chica. Apareció así, de la nada y se instaló a su lado con una expresión ausente y su aspecto delicado. Parecía enferma. Tal vez triste. Y buscaba su música. Desde que ella emergió tan de repente, aquella extraña sensación que lo perseguía había desaparecido.
Al cabo de un rato, se abrió ante sus ojos la fachada inmensa de una casa de campo. Las luces ya habían sido encendidas y le daban cierto aspecto lúgubre, a pesar de ello, la arquitectura añeja lo fascinaba. Ariel recorrió el lugar tanto con admiración como con despecho y sus ojos se fijaron en una mujer mayor que lo observaba desde lo alto de una ventana, como un espectro. Ella le hizo una seña con su mano, instándole a que se apure. Se la veía enojada, pero él no se inmutó y le respondió «ya voy» también en un lenguaje gestual, antes de abrir la tranquera de la entrada. Era increíble, cada vez que rondaba cerca de su hogar, su humor cambiaba de forma drástica. Y se transformó por completo apenas empujó la pesada puerta de roble.
Para llegar hasta su habitación era fácil, solo tenía que caminar directo a la escalera sin detenerse y subir. Al costado se abría una arcada a una biblioteca, pero a toda costa solía evitar ese lugar. Como si estuviera a punto de correr una carrera, resopló antes de tomar velocidad y empezó a caminar con rapidez. Pero como casi siempre, una voz lo detuvo antes de que llegara al primer peldaño.
—¿Dónde estabas oggi? —preguntó desde el interior de la biblioteca.
Ariel observó de soslayo el lugar. La chimenea crepitaba y podía oírla pero no verla, ya que se interponía un alto sillón amarronado de suave terciopelo. Antes de contestar, tuvo que recuperar su aliento, porque esa voz lo paralizaba y enervaba sus nervios.
—Buenas tardes, papá.
—¿Dónde estabas? —repitió.
—Por ahí —dijo.
—¿Qué vas a inventar esta vez, figlio? —su mano era la única parte que Ariel podía contemplar desde donde estaba, que se movía pausadamente sobre el brazo del sillón. A su lado, sobre una mesita, había un cenicero y un habano cubano. A su padre le gustaba fumar con calidad. El olor llegó hasta su nariz y la arrugó con asco.
—Ya que sabés, ¿para qué te voy a mentir? Te das una idea de lo que hago todas las tardes —se burló—. Me voy a mi cuarto.
—¡Esperá! —habló más fuerte el hombre, su voz era cerrada y un tanto cavernosa, quizá por causa del cigarro. El estrépito de su tono detuvo a su hijo en su lugar—. Pronto es misa de tua madre.
—Lo sé. ¿Y?
—¡¿Y?! —cuestionó indignado—. Te lo recuerdo, porque, últimamente, parece que todo te lo olvidás.
Ariel se rio con sorna. Se mostró irritado. ¿Cómo le decía algo así su propio padre?
—No me olvidé eso, papá. Jamás olvidaría a papai. —Apretó su puño con fuerza, en pos de no salirse de sus cabales—. Yo no soy como vos —murmuró entre dientes—, que sí te olvidaste de ella hace mucho tiempo.
—No me hables así, porque no sabés cómo son las cosas, figlio —contestó el hombre y, por un momento, Ariel pensó que su comentario lo había herido. Pero su padre muchas veces lo había herido a él. Por tanto, no cedió.
—¿Acaso preferís que te hable en tu idioma? ¿Igual que vos? ¿Así nos parecemos un poquito más? —escupió con ironía—. No voy a desmerecer a mi propia madre, jamás. Solo porque ella ya no está en esta casa. Perdón..., a la mia mamma. Y te repito, Alessandro, que yo no olvido las cosas.
—Olvidas ir a la escuela.
—Eso es distinto. Yo no quiero ir a la escuela.
—¿Y cómo pensás educarte?
—Ni siquiera me interesa terminarla.
—No te estoy pagando una cuota para nada. Te quedarás libre entonces. No pienso gastar mi dinero en un tutor. Vagos en mi casa no quiero. No hay muchas opciones para un hippie como vos. ¡O trabajas o estudias!
—Iría al colegio solo si me dejaras hacer lo que quiero.
—¡Quiero que estudies! —exclamó con alteración—. La música desterrála de una vez y para siempre. Eso no es un trabajo, tampoco vida. El mundo no se maneja con música, sino con dinero y con estudios. ¿Lo entendiste? —gritó poniéndose de pie e intimidando a su hijo.
—Todavía no entendés que toda mi vida pasa por la música. Es lo que quiero hacer siempre. Y voy a hacerlo. Es una cuestión de identidad.
—Ah, bueno —se escarneció su propio padre elevando su tono italiano—. Me parece que no nos estamos entendiendo. Io creo que hacés exactamente lo que querés. Lo único que yo te pido, es que vayas a la maldita scuola. Y completes el secundario.
—Sabés exactamente —enfatizó el muchacho, ardido en rabia— a lo que me refiero.
Con aquello dio por finalizada la discusión. Se tensó por completo, furioso, mientras desafiaba toda la imponencia que su padre encarnaba. Era alto y fuerte, seguro de sí mismo casi tanto como lo era Ariel. La diferencia era que Alessandro era el adulto y el padre, y Ariel el menor. Sus miradas se enfrentaron por unos segundos, y finalmente su hijo cedió, desviando la suya hasta las anaranjadas llamas de la chimenea. Apretó con fuerza la manija del estuche de su flauta traversa y desapareció repentinamente, salteando los escalones hasta su habitación de dos en dos.
Cerró con un portazo, cargado de enojo.
Estaba exaltado.
Cada día que pasaba era exactamente un calco del anterior. Todos los días la misma discusión. Cada atardecer al pasar por aquella puerta. Solo él sabía por qué se escapaba de esas paredes frías, que lo repelían mucho más que lo que le atraía su arquitectura. El aire que respiraba era de continua tensión, insoportable.
Volver a Carillanca era lo peor que le había pasado ese año. Y no era solamente su casa lo que odiaba, sino las calles, las personas, el murmullo traidor, siempre presente. Su vida allí apestaba. Por eso, el único lugar donde se sentía relativamente a gusto era la Reserva. Aunque en la reserva no podía sentirse libre del todo. Era de su padre, y con el tiempo, sería suya. Él no quería nada de allí. Todo lo que anhelaba, en ese momento de su vida, era regresar a Bariloche. Si no hubiera sido porque lo trajeron en contra de su voluntad, todavía estaría allá, asistiendo al conservatorio y preparándose para ser un profesional.
Pero Alessandro había matado sus ilusiones, arrastrándolo con él a Carillanca como si fuera un nene caprichoso que solo causaba problemas.
Tenía que conseguir librarse de toda la situación para regresar a su vida, libre sin ataduras, excepto las que él mismo se imponía. Ya había experimentado la libertad sin límites, y que quisieran implantárselos ahora, no tenía sentido para él. Sus objetivos no tenían nada que ver con quedarse allí estancado, donde la gente no progresa y vive del chusmerío.
Se acercó al estante donde estaba el equipo de música y le dio play al CD de Chopin que había puesto hacía un par de días. La música se expandió con suavidad dentro de la habitación y relajó un poco sus músculos cargados de adrenalina.
Su padre no comprendía sus sueños. Decidió que no debía importarle aquello, porque lucharía por cumplirlos aunque dejaran de hablarse. Lucharía porque su música fuera escuchada. Así, como la única espectadora que lo admiraba en el silencio de aquellas tardes en el bosque y de quien no sabía nada.
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© Luciana López Lacunza.
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