Oginii-waabigwan - Una rosa

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— Estoy enamorada de ti y permaneceré a tu lado hasta el fin de mis días.

Las palabras brotaron con una naturalidad pasmosa. Aquellos sentimientos eran tan cristalinos como la necesidad humana de respirar para continuar con vida. Confesarlos fue como detener la trayectoria de una puerta que se cerraba constantemente. Sentí mis pulmones abrirse en el vacío del estómago y todo mi cuerpo tembló, expuesto. A escasa distancia, Namid me miró fijamente. Sus negras pestañas desvalidas mostraron una fragilidad tierna. Jamás había escuchado tan directamente la verdad de mis sentimientos y ello le aturdió.

— No puedo perderte otra vez. Allá donde vayas, te buscaré, cueste lo que cueste.

Permaneció quieto cuando alargué el brazo y le acaricié la mejilla. Con cierto orgullo, tensó la mandíbula y evitó mi mirada. Sin embargo, bajo aquella superficie de dureza, él gritaba por conseguir mi afecto.

— Está escrito en los cielos.

En el amparo de aquel susurro premonitorio, las yemas de mis dedos rozaron lentamente la considerable cicatriz curvada que adornaba su mejilla derecha. Noté cómo se ponía en guardia y sus ojos se clavaron en los míos para que parara.

— Déjame cuidar de ti — pedí.

— No puedo dejarte hacerlo — sentenció, guardando mi mano entre las suyas. Tiritaban, nerviosas —. No te condenaré, Catherine. Mañana subiré a ese barco y desapareceré de tu vida. Nunca más volveremos a vernos. Créeme, me lo agradecerás.

Mi corazón se negó a resquebrajarse cuando él se apartó. Aquella fue la primera vez en que confesé mi amor a alguien y también fue la primera vez en que, como en la historia vital de cualquier ser humano, fui rechazada.

— Tú te quedarás aquí, con Antoine. Buscarás un hombre decente, te casarás con él y tendrás muchos hijos. Olvídate de mí, de nosotros, de Quebec. Me niego a alimentar esta fantasía. No puedes estar enamorada de mí, por tu bien no debes. Es imposible que nosotros dos estemos juntos. Yo sé que cuando arribe a Nueva Francia seré capturado con una gran probabilidad. Tú sabes que nuestra relación es una locura. Por mucho que desee besarte, ni siquiera podría hacerlo. Si nos vieran, nos encerrarían en un calabozo. ¿Entiendes los motivos de mi negativa?

Namid, implacable como su hermano Ishkode, analizó las consecuencias de mis sentimientos como si estuviera calculando lingotes de oro. A la desesperada, comencé a construir una muralla de piedra en torno a mi corazón destronado. Pero ya era demasiado tarde.

— Acabo de decirte que estoy enamorada de ti. ¿Puedes explicarme los motivos de esta cruel frialdad hacia mí?

Los copos de nieve adornaban mis rizos y ni siquiera me percaté de que teníamos público: la mayor parte de los clientes estaban asomados al ventanal del comedor que daba aquella zona trasera, entre ellos Emily y Antoine.

— El amor es como un copo de nieve, se derrite nada más caer en la palma de la mano — respondió Namid, cuya posición le permitía ser consciente de los espectadores de aquella escena entre dos extremos de la realidad: un salvaje y una blanca —. Busca tu felicidad en otra parte, Catherine.

Reprimí las lágrimas, intentando mantener la compostura aunque estuviese a punto de cruzar la delgada línea entre el desfallecimiento y la cordura fingida. Apreté los puños y, sin poder entender el significado oculto de su decisión, le abofeteé, creyendo que así podría dejar atrás todos los recuerdos e ilusiones que habían estado engañándome durante tanto tiempo. El golpe resonó en el aire, feroz y seco, como mi orgullo humillado. Le estaba entregando todo mi ser y él me rechazaba. Me rechazaba...

— Veo que estaba equivocada — a mi pesar, un par de lágrimas descendieron. ¿Cómo era capaz de mirarme a la cara y no reaccionar? — Te pido disculpas, parece que mi confesión no ha sido de tu agrado — ironicé. La muralla siguió creciendo y creciendo —. Tengo que salir de aquí...

Y sin más, me rompí.

— Vete — la voz de Namid resquebrajó aquella amargura, atravesándome —. Ríndete de una maldita vez.

— ¡No quiero rendirme! — grité abiertamente, sin importar que alguien me oyera.

— Por favor, Catherine — suplicó, delatándose, mostrando en cierta manera que si volvía a repetir que lo amaba, nunca podría olvidarme ni querer a nadie más, a pesar de que supiera en su interior que su espíritu estaba ligado al mío sin remedio. La necesidad de protegerme era mayor que todo lo demás —. Vete.

Cegada por el desengaño, no pude divisar las grietas de su ficticia negativa, la culpabilidad que manifestaba su mirada..., su mentira.

— ¡¿Cómo puedes ser tan cínico?! — le empujé, fuera de mí—. ¡¿Podrías al menos explicarme por qué?!

— No deseo estar contigo, se acabó — me tomó de las muñecas, sabiendo que así lograría herirme más y provocar mi alejamiento.

— ¡Estás mintiendo!

Un aullido todavía más alto fue su réplica:

— ¡¡Estoy comprometido!!

Y sin más, la luz se apagó.

— ¿Có-cómo? ¿Q-qué has dicho?

— Estoy comprometido, Catherine. Tuve que hacerlo para proteger a mi tribu durante mi ausencia — sus hombros descendieron, pesados, y sus pupilas estaban destrozadas en lo irrecuperable —. Sin líderes, mi clan estaba perdido. Accedí a casarme con la hija heredera de los hurón de los Grandes Lagos.

La oscuridad me encerró súbitamente en un armario infantil, demasiado pequeño para mi cabello.

— No me mientas... — susurré, asustada.

La gruesa cinta que ocupaba la extrema sensibilidad en mi alma fue maltratada sin miramientos y un corte amplio empezó a sangrar en mi interior, marcándome eternamente como lo había hecho la muerte de Jeanne.

— Es verdad — afirmó con rotundidad —. Unir tribus es la única forma de conseguir vencer. Yo...

Tímidamente, el verdadero Namid tintineó.

— ¿Cómo has podido....?

Todo adquirió sentido: su actitud en Plymouth, su frialdad, la forma en la que me había evitado y luchado para no entregarse a sus pasiones. Existía otra mujer, una con su color de piel y sus costumbres..., una mujer de su mundo. Había vuelto a Inglaterra con un compromiso matrimonial con otra mujer.

— Catherine, yo...

— ¡¡No me toques!! — lo aparté —. Ni se te ocurra acertarte a mí... — sollocé.

— ¡¡Es un negocio!!

"Es un negocio. Yo no la amo, solo lo estoy haciendo para salvar a mi pueblo de la destrucción absoluta", clamaban los huecos de sus explicaciones tardías.

— ¡¡No me toques!!

No podía asimilarlo. Todo estaba perdido. El muro se derrumbó, puesto que nunca estaría construido a prueba de Namid, y mi corazón fue lanzado contra una pared de espinas.


Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now