Wiinazhe - Piel sucia

776 138 62
                                    


Durante la semana en la que Antoine estuvo ausente, preparé la casa para la indefinida visita de Namid. Había necesitado dos noches para aceptar que el arquitecto le abriría las puertas de nuestro hogar hasta que encontrara la manera de dejar de huir. En cierto modo yo le había permitido que tomara aquella decisión al dejarle marchar a Londres, pero era más doloroso de lo esperable. Luchaba con fiereza para no dejarme llevar por la nostalgia, mas seguía sintiendo algo, aunque solo fuera rencor o tristeza, por aquel indígena. Todavía no había muerto del todo, restaba un resquicio de la persona que había llegado a ser años atrás, y su recuerdo se aferraba a aquella ínfima parte del pasado.

Con ayuda de Florentine, limpié las habitaciones de invitados, que desde sus orígenes habían estado vacías, y los maceteros de flores me observaron con gravedad. Habían estado ahí desde siempre, esperando a darle la bienvenida. Tal vez sin ser consciente, yo también había esperado.

— Preferirá la habitación con el ventanal. Tiene buenas vistas al bosque —sugerí, no suficientemente valiente para llamarle por su nombre.

Florentine se me quedó mirando. Se había mantenido al margen, pero sabía lo que estaba por ocurrir en nuestra anodina vida. Ocultó su verdadera opinión al respecto y asintió.

— Lavaremos las cortinas.

Cuando entramos a aquella estancia, sonreí un poco: era el cuarto perfecto para él. O quizás para el joven que yo creía conocer. Era amplia, sin demasiado mobiliario, y abierta al exterior.

— Traigamos el cuadro del estudio.

Se trataba de un lienzo que Antoine había adquirido en París. Un soberbio óleo ocupado por un paisaje verdoso y cuatro caballos salvajes correteando. Sin embargo, un escalofrío me recorrió la espalda al darme cuenta de que estaba manifestando un afecto y preocupación sinceros por Namid, a pesar de que fueran mínimos. Mi redecoración mostraba que me importaba que estuviera cómodo y se sintiera más cerca de su hogar.

— Señorita —se dirigió a mí Florentine mientras bajábamos a la planta inferior para traer el cuadro —, ¿no le importa que el señorito Namid duerma tan cerca de sus dependencias?

Me quedé ligeramente quieta al escucharla. Primero, lo había llamado "Señorito Namid". Sentía que una eternidad me separaba de aquellos días en los que mi criada lo nombraba con tanta solemnidad, como cuando acudía a casa después de mis lecciones de francés a los niños ojibwa. Se quedaba en el pasillo esperando a que terminara y Florentine siempre anunciaba su presencia: "Ya está aquí el señorito Namid". Y él entraba en silencio, con una media sonrisa contenida, y me ayudaba a guardar los manuales en las estanterías. Tímidamente buscaba que nuestras manos se tocaran...

— No creo que las intenciones del señorito Namid sean tales —apunté, forzando una sonrisa.

Segundo, ni siquiera me había percatado de la cercanía de nuestras habitaciones: solo una pared las separaba. Sin duda era más beneficioso que estuviera lo más lejos de mí posible, no obstante, ¿qué demonios podía pasar entre nosotros? La corta distancia espacial no significaba nada.

— Me preocupa que le resulte incómodo — arribamos al estudio.

— ¿Por qué dices eso?

Ella volvió a mirarme sin entender.

— Ya sabe..., usted y el señorito Namid...

"Nos prometimos amor eterno", completé su frase.

— No te angusties por eso. Muchas cosas han cambiado, estoy segura de que somos dos personas totalmente distintas ahora. Siempre quedará un resto de aquello que ocurrió entre nosotros, pero cada uno ha construido su vida sin el otro. Incluso puede que ya haya formado una familia, no es precisamente joven. Hasta yo estoy en camino de convertirme en una solterona.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora