Waabishki - Blanco

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Bahía de Lunenburg, Nueva Escocia

Agosto, 1760

Desembarcamos en Nueva Escocia una sedienta mañana de principios de agosto. Esther se agarró a mis esqueléticas piernas por encima de los sucios pantalones de lino marrón, viendo el horizonte que se abría ante ella entre el hueco de mis rodillas. Extensos años habían pasado desde que yo me había estado en la misma postura que ella, detrás de Jeanne mientras observábamos con temor el puerto de Quebec. Las vistas eran distintas, mas en mi corazón la historia parecía volver a repetirse cíclicamente. Ahora ya no era una niña, sino una mujer que regresaba a su hogar.

Los casacas rojas estaban aproximándose al saliente donde la golera se había detenido. Derian, Gibson y los demás hundieron la vista en el suelo húmedo, prosiguiendo con sus tareas para asegurar el ancla y plegar las velas.

— Van a descubrirnos y nos encerrarán.

Florentine estaba histérica, aunque mantenía aquel decoro propio de su experiencia como criada discreta. Las gaviotas chirriaban como perros en celo.

— Deje de estar tan frígida y al menos seremos creíbles — renegó Wells.

El diseño del plan —que distaba de ser maestro— había ocupado semanas de nuestro dilatado tiempo en alta mar. La alta vigilancia con respecto a la entrada y salida de mercancías en Nueva Escocia era el principal problema. A pesar de que la bahía de Lunenburg era la más laxa, lo era precisamente por los sobornos. El dinero heredado de Antoine podía sufragarlos, pero era posible que el precio no incluyera no revisar los cargamentos. Aquel cabezón capitán se había resistido con uñas y dientes a confesarme qué transportaban. Conseguí convencerlo a la desesperada. El Tuerto abrió uno de los barriles, los cuales estaban asegurados a consciencia, y descubrí que aquella tripulación se dedicaba al contrabando de armas. Estaban repletos de pistolones, fusiles, pólvora y balas.

— Esto podría abastecer a un batallón entero — comprobé al calcular la cantidad. Wells no podía ocultar su incomodidad —. ¿Quién ha exigido tantas armas?

Tal número solo se necesitaba en tiempos de guerra. Sin embargo, la guerra ya había acabado..., no quedaba nadie contra quien batallar. Las revueltas indígenas no estaban siendo tan cruentas como para ser combatidas con la violencia que avecinaban aquellos cuantiosos toneles.

— El ejército británico — añadió, dando por finalizado el intercambio de secretos.

Aquellas tres palabras me sirvieron para comprender que, aunque era el propio ejército británico el que podría revisar el cargamento, no sería de su agrado. Aquello solo podía significar que Wells estaba alimentando a una milicia rebelde dentro de las filas de la corona, en sus colonias.

— Nadie se creerá que usted y yo estamos casados — bufó Florentine, apartándole el brazo cuando él intentó agarrárselo con zalamería.

Fingir que Florentine era la esposa del capitán y Esther la hija de ambos había sido idea de Gibson. La presencia de una mujer madura y una cría en aquel navío era inexplicable sino las habían secuestrado, las habían tomado como esclavas, o eran familia de Wells. Pensamos que la tercera opción sería la más verosímil, aun a riesgo de que sus actores se mataran el uno al otro antes de representar sus respectivos papeles.

— Señorita, dígale a su sirvienta que obedezca.

— Ella no recibe órdenes — apunté, dejando de mirar el embarcadero para posar mi atención en ellos. Esther todavía no me había soltado —. Florentine, sabes que debes colaborar — le dije con cierta dulzura —. Solo será hasta que los perdamos de vista.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now