Dibaakonigewinini - Un abogado

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En los días que se sucedieron, plagados de intensas tormentas, conseguí pocos, aunque algunos, progresos. La secreta ayuda de Vittoria me hizo saber que el naviero todavía no había abandonado Inglaterra, pero lo haría pronto. Desconocía cuántos indígenas embarcarían, mas era probable que no lo hicieran como esclavos, sino como moneda de cambio para que Derrick pudiera establecer vínculos comerciales con algunas tribus. Por lo que había sonsacado sutilmente, el barco estaba repleto de botellas de brandy, uno de los pagos más comunes entre blancos y pieles rojas desde la fundación de las colonias. Era, sin embargo, cuestión de tiempo que zarpara y carecía de medios para averiguar cómo impedirlo o si realmente Namid sería uno de los pasajeros.

A causa del temporal y de la cercanía de las festividades de Navidad, la mayoría de invitados partieron de regreso a sus propias fincas. En cuestión de horas, el palacio quedó casi vacío y podía pasear por sus numerosos pasillos sin cruzarme con nadie. Me agradaba hacerlo; era como un dorado laberinto de presunción. Antoine estaba demasiado ocupado y la condesa de Ragusa demasiado embarazada para acompañarme en mis expediciones. Tras aquellos silencios, tras aquel placentero abandono, las paredes susurraban arriesgadas maquinaciones entre Whytt y el heredero, quienes me sonreían con cierto divertimento cuando me veían, a pesar de que los evitaba constantemente. Bonaventura parecía el único interesado en fingir que apreciaba mi presencia allí, aunque fuera por intereses personales. Con sus curiosas preguntas, desconocía cuán concentrada estaba para idear un plan que me permitiera descifrar cómo llegar hasta el hombre que bailaba con las estrellas.

— La esperan para cenar.

Su melodiosa voz me sobresaltó. Estaba sentada en uno de los bancos de mármol situados en la cubierta terraza donde Whytt me había amenazado durante el baile. Las gotas de lluvias, tan densas como la caída de una cascada, brillaban en un océano plateado, bañado por la luz de la luna. Ese océano que nos separaba.

— Por supuesto — me levanté.

Él recogió la mantilla que portaba por los hombros antes de que cayera al suelo.

— Gracias — le hice una reverencia con una evidente frialdad que nacía, no desde la repulsión, sino desde el objetivo rechazo de sus atenciones —. No debemos hacer esperar al conde.

Carlo parpadeó y después sonrió. Tampoco había establecido estrechos lazos con su anfitrión.

— ¿Se encuentra bien? — se aventuró a preguntar mientras caminábamos hacia el salón —. Quizá no esté en lo cierto, pero la noto algo alicaída. Este tiempo no favorece una disposición alegre... — buscó mi mirada —. ¿Ha ocurrido algo?

¿Cómo iba a enfrentarme directamente con Derrick para salir de dudas de una vez por todas?

— Le agradezco su honesto interés. Me encuentro bien. Soy una persona bastante taciturna — repuse —. Echo de menos Plymouth, ya que no me siento cómoda entre tanta fastuosidad.

— Podríamos cabalgar cuando el temporal amaine. Es una buena forma de entretenerse durante las celebraciones navideñas si se está lejos del hogar. La entiendo, señorita Olivier. Porto tres años sin visitar mi tierra. ¿Le gusta montar a caballo?

Con la vista fija en el movimiento de mis pies avanzando, una media sonrisa pobló mis labios.

— Sí, me gustaba mucho montar a caballo. ¿Cómo es su tierra?

— ¿Mi tierra? — repitió. Supe que no había pasado por alto mi tajante contestación, mas dijo —: Mi tierra, como la de la señora de Ragusa, es soleada. Está repleta de campos de trigo y olivos. Jamás llueve y sus gentes son afables y risueñas.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasOnde histórias criam vida. Descubra agora