Dakibiisaa - Lluvia helada

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— ¡¡Señorita, no puede caminar!! ¡¡Señorita, pare!!

En los momentos de verdadero dolor, las heridas físicas se volvían insignificantes. Sin importarme la torcedura, el proceso de recuperación en el que me había visto inmiscuida durante días, me puse de pie y eché a correr hacia el jardín trasero. Lo hice desesperadamente, consciente de que Namid volvería a esfumarse con el rubor de los astros que le habían arrebatado a su adorable madre.

— ¡¡¡Señorita!!! — intentó alcanzarme.

El corazón me sangraba, no existía nada más que aquella herida. Tropecé, cojeé, pero logré arribar al exterior. El cielo nublado me acogió sin remordimientos.

Mitena no podía estar muerta, no podían haberla asesinado. Su sonrisa desdentada me causó una impresión que no sentía desde el fallecimiento de Jeanne. El peso de las pérdidas, del cobarde líquido que el hombre blanco había deslizado por su garganta, me cayó sobre los hombros. Las lágrimas bañaron el recuerdo de su alegría, su generosidad y su sabiduría.

Logré arribar al exterior y, al alcanzar la cerca, un tumulto procedente de las cuadras me puso en guardia. Escuché a los criados gritar "¡Detenedle! Va a llevárselos!" y supe que mis pesadillas estaban a punto de cumplirse. Tras un portazo, un caballo moteado, el que yo había conseguido calmar por petición de Antoine, salió despavorido hacia la explanada. A galope tendido, una figura, un jinete vengativo, avanzó sobre el animal. Sin mirar atrás, Namid fue haciéndose diminuto. Atravesé la empalizada a duras penas y seguí corriendo, creyendo que así podría evitarlo. Más y más diminuto, caí de bruces a la hierba y su estela se desvaneció en el horizonte.

— No... — sollocé, golpeando la tierra con fiereza —. No... — un trueno resonó a lo lejos —. ¡¡¡Te supliqué que cuidaras de él!!!

Pero el Gran Espíritu no efectuaba favores, solo guiaba a sus hijos hacia su destino.

— Te lo supliqué...

Desolada, gimoteando como una niña, me hice un ovillo entre las hojas de otoño. Las nubes comenzaron a llorar conmigo, empapándome hasta los huesos. Desde el paraíso, Mitena estaba estrechándome entre sus brazos. Elevé los párpados y las gotas me recorrieron el rostro, confundiéndose con mis propias lágrimas.

"Mi madre está en la lluvia".


‡‡‡


Tal y como había anunciado, Antoine regresó un frío jueves de finales de octubre, dos días después de la marcha de Namid. Me encontró en el salón, sentada en el amplio diván de terciopelo cercano a la chimenea encendida. Escuché cómo Florentine lo detenía antes de que cruzara el umbral de la puerta y le susurraba lo que todos sabíamos menos él.

— ¿Cómo? ¿Cuándo?

Su voz, atónita y audible, provocó que cerrara el libro que estaba leyendo. Lo dejé reposar sobre mis rodillas y conté cada uno de los pasos que Antoine dio para llegar hasta a mí. Intenté darme la vuelta y recibirle, pero no quería que me viera llorar.

— Catherine... — susurró con cautela.

Su mano se posó sobre mi hombro. Mi cuerpo respondió con un par de amargas lágrimas. Me giré, mirándole por fin directamente a los ojos, y mi sufrimiento le atravesó.

— Se ha ido.


‡‡‡

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now