Zoongide'e - Él es valiente

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Me desperté sin la compañía de Namid. Alargué el antebrazo para refugiarme en su pecho y encontré la cama vacía. Todavía soñolienta, me froté las legañas, con el cuerpo entumecido por la actividad ejercida la noche anterior, y la baja intensidad de la luz que entraba por las ventanas me sugirió que debía de ser temprano. No nevaba y pensé que habría salido a cortar leña o estaría preparando el desayuno: desde que nos habíamos vuelto a encontrar, había sido evidente que él no era capaz de dormir hasta tarde, ahogado por las preocupaciones y la necesidad de adentrarse en la naturaleza para no marchitarse como un león encerrado en una jaula. Bostecé y me vestí con lentitud, helada.

— ¿A qué vienen tales prisas? — bajé las escaleras, encontrándolo apoyado en el alféizar del ventanal que daba a la parte trasera de la casa. Ajeno a las temperaturas, portaba únicamente su pantalón ocre —. Ahora que estamos casados deberías aprender a no desaparecer como una sombra — me aproximé y le di un tierno beso en el hombro desnudo tras ponerme de puntillas —. Buenos días.

Yo estaba sonriendo de oreja a oreja, pletórica, pero Namid estaba preocupantemente serio. Tenía el ceño fruncido y no apartaba la vista del exterior que se abría tras el cristal.

— ¿Qué ocurre?

Él dudó. Advertir que era incapaz de fingir me angustió. No había encendido la chimenea y tuve que rodearme la espalda con la manta de Wenonah para entrar en calor.

— Namid, ¿qué ocurre? — le agarré de la mano, buscando que me mirase.

Finalmente dijo:

— Sueños de nube roja.

Mi piel se aturdió en contacto con la suya. "Pesadillas de muerte", comprendí su corto mensaje.

— ¿Có-cómo?

Ninguno nos tomábamos aquellas visiones nocturnas a la ligera. Éstas habían presagiado la muerte de Jeanne y el resto de desgracias que habían golpeado mi vida. Semanas antes de conocer la llegada de Namid a Inglaterra, sufrí de desagradables sueños en los que un barco se hundía y el llanto femenino de un bebé despertaba las olas. No estaban fundamentadas en las traumáticas experiencias sufridas..., eran tan diferentes a los recuerdos que me producían insomnio que era imposible eludirlas. Hacía largos meses que no las tenía y apreté los labios.

— Algo se acerca. Algo terrible.

Acabábamos de..., acabábamos de casarnos. La frustración, negarme a creer en que nuestra felicidad llegaría a su fin tan pronto, provocó que le restara importancia.

— Vamos..., no será nada grave — me situé frente a él, forzando una segunda sonrisa —. Estamos..., estamos a salvo.

Estábamos lejos de la guerra, lejos de las leyes que lo mandarían a la horca.

— Vienen a por mí.

— ¿Por..., por qué dices eso?

La mirada de Namid era gélida, distante. Ya estaba demasiado lejos, lejos de la indulgencia. Era como si supiera sin lugar a dudas lo que estaba a punto de ocurrir. Sus ojos brillaban con el mismo conocimiento de causa que los de su padre, encargado de predecir el destino de su tribu durante los tiempos convulsos.

— Ya vienen — murmuró.

Un escalofrío me recorrió entera.

— ¡Por dios! — exclamé con cierta ironía —. Nadie sabe tu paradero, engañamos a los secuaces de Derrick. Vamos — le acaricié la mejilla—, debemos disfrutar de nuestra particular luna de miel. Dime, ¿qué deseas comer? Lo prepararé — aparentando un nerviosismo alegre, le di la espalda y anduve hasta la mesa del comedor para disponerme a realizar mi tarea —. Deberíamos encender un fuego, estoy muerta de...

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasOnde histórias criam vida. Descubra agora