Wiidookodaadiwag - Ellos se ayudan mutuamente

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Me aferré a la vana esperanza de que Jack y los suyos no traicionaran a Namid o que él mismo no decidiera interrumpir su escondite y entregarse. O algo peor. Yo estaba incapacitada para avisarles de que no volvería en días, quizá en semanas, quizá nunca, y confié en que sabrían actuar en consecuencia, esperándome. En mi alma reposaba la determinación de regresar en su busca con una solución que lo salvara de la horca, y no volvería hasta haberlo conseguido. Tampoco me quedaba otra elección: Jones y Whytt me habían subido a su carruaje sin explicaciones, con el labio sangrante. Íbamos rumbo a Crediton —aunque desconocía si a una finca o a una cárcel—, ciudad situada a escasas millas de distancia de Exeter, el epicentro del condado de Devon. Ya estaba tan lejos de mi hogar en Plymouth que temí no poder volver en más de un sentido, como si cuando anhelara hacerlo, un pincel de agua hubiera borrado el sendero y careciera de señales para volver a abrazar a Florentine. Evitaba ahogarme en los recuerdos similares, en las largas épocas en las que Namid y yo habíamos estado separados en Nueva Francia, en el mismo viaje en solitario que había causado la muerte de mi sobrina. En los asientos traseros, Brown, a quien habían permitido acompañarnos para "demostrar que sus intenciones eran honorables y dentro del margen de la ley", me miraba de soslayo, preocupado.

— Yo que usted no le ofrecería tanta hospitalidad. Es una víbora, podría morderle en cualquier momento.

Brown se detuvo al escuchar las advertencias de Jones, quien conducía el carromato azuzando a los caballos más de lo necesario. Whytt, a su lado, se giró para mirar cómo el casaca roja había adelantado su mano para ofrecerme un pañuelo que pudiera limpiar la sangre reseca de la comisura.

— ¿No estuvo en la guerra, verdad? — se interesó —. Parece recién ordenado.

Su ausencia de respuesta se tradujo en un asentimiento y ambos se rieron por lo bajo, criticando su falta de experiencia y su excesiva benevolencia.

— Si hubiera estado en la guerra sabría que la amabilidad puede costar la muerte en la mayoría de los casos. La señorita Catherine estará de acuerdo conmigo.

Brown hundió la vista en sus zapatos, guardando su tela blanquecina de buenas intenciones.

— Ahora se ha propuesto ser muda — comentó Whytt con divertimento, al comprobar que no contestaba a sus provocaciones.

Dejé que se rieran. Permanecí con el rostro ladeado, observando la naturaleza que se abría paso ante nosotros a medida que avanzábamos. Era más verdosa que la de Quebec, la propia de un clima dado a largas temporadas de precipitaciones, y los campesinos no levantaban sus cabezas bulliciosas para mirarnos, ni siquiera cuando resultaba obvio que había sido golpeada. El silencio era denso, mecido por los restos de las nevadas derritiéndose entre las copas altas de los pinos, y Jones y su tocayo conversaban entre murmullos, olvidándose de nosotros tras un rato.

— Gracias —le susurré a Brown, sabedora de que no me oirían.

Él se sobresaltó y los oteó con angustia, aunque estuvieran dándonos la espalda.

— No..., no hay de qué... Siento que...

— Has cumplido con tu deber — le apacigüé con un gesto —. No conoces a los condes de Devon, tampoco es tu obligación. Si los conocieras como los conozco yo, no hubierais acudido a las cabañas de Jack con rumores. A diferencia de lo que ellos piensan, me alegro de que no tuvieras que participar en la guerra.

Mi débil sonrisa le turbó.

— Yo sí lo hice — proseguí, volviendo a fijar la vista en el horizonte lateral —. Y todo siguió igual, a pesar de las muertes.

Aguardó a que me explayara, paciente, pero cesé la plática sin aclaraciones. Tras unos minutos, me pasó el pañuelo por detrás, a escondidas, y añadió:

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now