Ganawendaagozi - Ella es cuidada

552 128 28
                                    

— ¡Catherine! — aporreó la puerta Antoine —. ¡Catherine, déjame entrar!

El ataque de nervios estaba ya próximo a la garganta. Me costaba respirar y tuve que apoyarme en el alféizar de la ventana para no perder la posición erguida. Era como si el aire no arribara a mis pulmones y el corazón hubiera sido atravesado por una flecha real.

Namid iba a casarse con otra mujer.

— ¡Catherine, abre! — bramó con preocupación.

¿Habíamos prometido esperarnos por siempre? Ya no lo recordaba. Sensaciones borrosas cosquillearon por los dedos entumecidos. ¿Lo habíamos prometido?

— ¡Iré a buscar la llave, señor Clément! — escuché la alertada voz de Emily y su peso descendiendo por las escaleras.

Me llevé las manos al pecho. Las lágrimas no caían.

— No puedo..., no puedo respirar... — jadeé en soledad.

Namid iba a casarse con otra mujer.

— ¡Catherine, por favor! — suplicó.

— No puedo..., respirar...

Mareada, un poderoso estruendo abrió la puerta de par en par: Namid había forzado el cerrojo de una patada. Asustada sin saber por qué, me aferré con fuerza a aquel saliente y busqué un viento en el que sumergirme. De pronto, noté cómo Antoine me sujetaba y, aunque movía la boca con ansiedad, era incapaz de entenderle.

— No puedo..., respirar... — balbuceé cuando me tomó el rostro entre sus manos —. No puedo...

En un eco lejano, oí cómo pedía un médico con urgencia.

— ¡Catherine, mírame! ¡Quédate con nosotros!

Pero mis ojos ya se entrecerraban en la oscuridad, ahogándose. Otras manos me sostuvieron al desplomarme: eran las de Namid.

— No puedo respirar...

Mi mente estaba marchándose, perdiendo el enclave con el mundo real. Todo se tornó difuso, como un óleo difuminado sobre un lienzo viejo, y Namid me recogió en su pecho. En sus dorados ojos vi escrita aquella promesa silenciosa, aquel juramento, y le acaricié a duras penas la mejilla antes de desmayarme.


‡‡‡


Desperté dos días después. El rumor de la nieve golpeando los cristales continuaba en el mismo lugar; hasta hubiera parecido que el tiempo se había detenido para aplacar mi recuperación. Aturdida, forcé la vista ante la turbia habitación, todavía difusa, con ojos pesados y soñolientos.

— ¿A-Antoine? — lo busqué con voz queda.

Él, quien estaba sumido en un mal sueño fruto de horas y horas de vigilia, se levantó de un resorte de una silla situada junto a la ventana al escucharme.

— ¡Catherine, gracias a dios! — exclamó con un alivio inimaginable. Apresurado, corrió hasta la puerta entreabierta y gritó: — ¡Ha despertado, avisen al médico!

El barullo avivó poco a poco mis sentidos. Repentinamente tensa, percibí cómo otra mano estaba entrelazada a la mía y un peso considerable presionaba un lateral de mi estómago. Sobre mi regazo cubierto por múltiples mantas, la cabecita de Namid reposaba, sin soltarme. Había estado cuidándome en aquella cercanía, a los pies de la cama, y carecí de una oportunidad para gestionar que, a pesar de que la fecha de salida del navío había expirado, continuaba allí: alertado por el ruido, elevó el rostro con cierta confusión. Lo primero que vio nada más despertar fue mi desorientada mirada. Sentí un caos interno que me revolvió las entrañas cuando ambos fuimos conscientes de nuestra presencia en el espacio del otro. Casi a la vez, los dos apartamos las manos y rompimos el tierno contacto físico.

— ¡Ha despertado!

Antoine, demasiado pletórico para analizar el ambiente, le dio una animosa palmada en la espalda y después se apresuró en achucharme con abrazos y besos en los mofletes. La palma, sin la del joven que bailaba con las estrellas, dolió por lo vacía que volvía a estar. Entre los cariños del arquitecto, observé que Namid se levantaba de la silla y se disponía a salir de la estancia con discreción, como si se considerara no bienvenido en el momento en que yo recuperara la consciencia.

— Espera — urgí.

Ambos se detuvieron en seco.

— ¿Qué día es hoy?

Antoine suspiró y miró largamente a Namid, quien escogió responder después de unos tensos segundos.

— Siete de enero — apuntó sin mirarme, fijo en la puerta.

El navío partía el día cinco.

— ¿Qu-qué haces aquí?

Su cuerpo se tensó. "El temporal habrá impedido su salida", racionalicé. Era la opción más probable, pero sobre todo la que quería creer, la única posible en el seno de la decepción más absoluta.

— ¿Por qué sigues aquí? — repetí con un nudo en la garganta.

— Namid, contesta — decretó Antoine con profunda seriedad.

De nuevo, él demoró las explicaciones. Estático, más cansado de lo que jamás había distinguido, clavó sus penetrantes ojos en los míos.

— Perdí el barco. 

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now