Apane - Siempre

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Su hermano mayor había tallado aquel brazalete. Destellos plateados flanqueaban el reflejo de las llamas sobre su superficie pulida por el tiempo. Migizi, aquel había sido su nombre. Migizi, águila. Las plumas de sus alas reposaban ya en mi muñeca, donde Namid le había dejado reposar hasta la infinitud. Sobre las azuladas venas de un águila dorada.

— Desearía que tus lágrimas pudieran bañar la tierra de toda la sangre que la cubre hasta las entrañas — susurró cuando éstas descendieron por las mejillas —. El agua de tu alma curaría a mi pueblo.

Sus ardientes pupilas, que mordían y abrazaban a la misma velocidad, guardaban un mapa sin brújula en el que anhelaba zambullirme. Sin rumbo, únicamente siguiendo la sombra que formaban las indicaciones de sus pestañas. Ahí, justo ahí, moriría. Mirándole hasta el final.

— No las seques. Son lágrimas de felicidad.

"No te dejarán ver el camino de vuelta".

Sin más, las besó tiernamente. Al mojarle los labios carnosos, las gotas transparentes se convirtieron en las estrellas de su nombre. Frente a frente, Namid empleó las yemas de sus dedos, tintadas de rojo y marrón, para pintarme la carita pecosa al tiempo que murmuraba oraciones en ojibwa.

— Gibaabin — pidió que cerrara los ojos.

Al hacerlo, su tacto viajó con lentitud por mis facciones, adornándolas con los motivos de su tribu, a la que yo pasaría a pertenecer tras unirme en matrimonio con uno de sus miembros más célebres. Namid y yo solo podíamos amarnos a oscuras, sintiéndonos ciegos, con el corazón abierto.

En el momento en que los abrí de nuevo, flotaba en un aire que elevaba mis pies del suelo. Salvada, surcaba el cielo con los pulmones repletos de libertad. Y los barrotes desaparecían como la nieve entre los nudillos.

— Adelante.

Se llenó las manos de ceniza y la dejó caer sobre las mías. Sus cejas se arquearon hacia arriba, solícitas: era mi turno para efectuarle las pinturas. Con cuidado, extendí el polvo grisáceo, dibujando formas, líneas, recuerdos, y él permaneció con los ojos cerrados. Olía a flores, a campos recién bañados por la lluvia, y no pude evitar besarle en cuanto terminé.

— Siempre estaremos juntos — musité.

— Apane.

"Siempre", respondió.

Los ojibwa no pronunciaban votos nupciales, puesto que para ellos las palabras enunciadas no tenían mayor valor que el espíritu del humo mortecino. Sin embargo, se escudriñaban. Se escudriñaban en silencio, estudiándose.

— ¿Cuándo fue la primera vez que te toqué el rostro?

Lo recordaba, pero su voz cargó todo el peso de la nostalgia. En una de las aulas de la basílica, donde Denèuve guardaba los pupitres estropeados por las termitas, Namid me había seguido para devolverme los guantes tras haberme escuchado a escondidas junto a Wenonah tocar el clavicordio. Las piernas me temblaban y odiaba que lo hicieran. Era diminuta y asustadiza, ahogada por las arenas movedizas del odio ignorante con el que me consideraba. Y él entró, todavía con las mejillas encendidas, y su rubor lucía contradictorio junto a su expresión estoica. Le tenía miedo, un intenso pavor irracional, pero me fascinaba la salvaje apariencia de sus formas moderadas. Se acercó, aunque le ordené que no lo hiciera; su altura me arrebató el aliento e imaginé cómo sería su piel bajo aquellos extraños afeites. Me tendió los guantes y después me los puso con cariño. "Nishiime", dijo al soltarme, clavando su profunda mirada en la mía. Y entonces me apartó la mantilla negra hacia un lado.

— Me rozaste cuando me..., cuando me intentaste quitar la mantilla. Fue en...

— En una de las aulas de los clérigos.

Estábamos hablando tan cerca el uno del otro que creí que se dispondría a besarme en cualquier momento. No obstante, añadió:

— Mi alma se empeñó en que no te había podido ver bien el rostro. No conseguí no apartártela, a pesar de que temí que te asustarías y jamás me dejarías acercarme otra vez.

Al haberme descubierto las facciones, Namid sonrió por un lado de la boca.

— No te gustaba que me cubriera — rememoré.

— Lo odiaba. No comprendía por qué tenías que ocultarte tras tantos adornos estúpidos. Y la curiosidad iba matándome poco a poco. Había podido verte bien, en la noche, a plena luz del día, pero cada mañana, cuando despertaba agitado por los sueños sucesivos que me mostraban tu figura inalcanzable, la blancura de tus tobillos en el bosque, la fiereza de tus puños protegiéndome ante los criados de Antoine, el Gran Espíritu volvía a borrar lo que recordaba sobre el color de tus mofletes o el brillo rojizo de tu pelo. Necesitaba verte una vez más para volver a necesitarlo al día siguiente.

— No te atreviste a tocarme entonces, solo me rozaste con el dorso de la mano.

Me situó un mechón detrás de la oreja y contestó:

— Yo también tenía miedo. Miedo de tocarte y así conocer tu espíritu. Si lo descubría, supe que estaría maldito para siempre por tu hechizo.

"Los ojibwa se ofrecen amistad mutuamente tocándose el semblante, piensan que es un espejo del interior", me había explicado Thomas Turner, ajeno a que no era escándalo lo que me generaba aquel indio, sino atracción.

— ¿Qué ves en él? — pregunté de pronto, dejándome acariciar.

— ¿Dónde? ¿En tu rostro? — sonrió por un lado de la boca como lo había hecho antaño.

— Yo veo inocencia, no brutalidad. Una generosidad capaz de cambiar el mundo — me adelanté, sorprendiéndole —. Veo dientes de león deslizándose por la corriente constante de un río. Veo valentía, incertidumbre, inteligencia, humildad. Veo a Mitena, veo..., veo a un príncipe grandioso. Me veo a mí misma. ¿Qué ves tú?

La emoción comandó su gesto. No dudó:

— Libertad.

Su beso me agasajó los labios y un escalofrío me estremeció. Refugiándome en sus brazos fui sabedora de que nadie, ni siquiera yo misma, sería capaz de aprender a quererme con tal honestidad, sin pretensiones, sin prejuicios.

— Pero ahora puedo tocarte — sonrió más ampliamente —. No me importa arder.

Retomó la pequeña daga y se cortó una hebra de su lustrosa melena. Carente de explicaciones que regalarme, me cortó una a mí. A pesar de que no me molestó que lo hiciera, di un respingo. "No me importa arder", repetí sus recientes palabras, intrigada por su significado, mientras Namid confeccionaba una trenza combinando nuestros opuestos cabellos.

— Toma — me la dio —. Arrójala al fuego.

La controlada pira me observó con reticencia. De pronto escuché sus murmullos llameantes. Proclamaban mi nombre.

— Tú no puedes arder — siseé con una necesidad repentina, dirigiéndome a Namid directamente —. Tú no puedes arder.

Su sonrisa se tornó sabia, casi cariñosamente triste.

— Arderé hasta morir.

Sin permitirme replicar, aproximó mi mano hasta la hoguera y noté el fuego tan próximo que me resistí.

— Arrójala. Tú y yo volveremos a nacer.

Empujada por una sensación desconocida, mis dedos soltaron la trenza y ésta cayó sin remedio al epicentro las brasas. De pronto, un cuchillo me atravesó el pecho: la promesa había sido jurada ante los ancestros como un pacto de sangre. La respiración se aceleró y descubrí los límites de mi rostro entre el creciente incendio que consumía nuestro compromiso eterno.

— Tú y yo volveremos a nacer.

Mi reflejo no estaba en el agua, sino en el fuego.

— Y caminarás entre las llamas sin dolor, Waaseyaa.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now