Adoopowin - Una mesa

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Florentine llamó a mi puerta como todas las mañanas para ayudarme a asearme. Generalmente me encontraba remoloneando, sin un ápice de interés por interrumpir mi descanso, pero en aquella ocasión yo ya estaba despierta: había pasado toda la noche en vela. Al entrar sin que me negara a recibirla, dio un respingo y me saludó riéndose:

— ¿Hay algún acontecimiento importante hoy del que no me hayan informado?

— No —le sonreí —, ninguno.

Se me quedó mirando con sabiduría y apuntó:

— La noto distinta.

Sin más, la abracé con fuerza, casi haciéndole perder el equilibrio. Ella, sorprendida ante aquella muestra de cariño sin aviso, me preguntó si había ocurrido algo.

— Siento mi comportamiento de ayer —me disculpé sentidamente.

Aquella noche de insomnio había resquebrajado numerosas puertas. Bajo ningún concepto volvería a faltarle al respeto a los miembros de mi familia.

— No tiene nada de lo que disculparse —me besó la frente maternalmente—. Me alegra que haya recuperado el humor. Venga, siéntese.

Agradecida, tomé asiento frente al espejo del tocador.

— ¿Vino el señorito Namid a verla ayer por la noche?

Para algo el cuarto de Florentine estaba enfrente del mío. Su tarea era cuidar de mí, en todos los sentidos posibles.

— Sí, me trajo la cena y conversamos un poco —aclaré, quitándome el camisón.

— Se ofreció a llevársela. Estaba muy preocupado por usted —me contó, provocando que mi ruborizara —. Es un hombre agradable. ¿No le parece que es un joven agradable?

Florentine también ocupaba su tiempo para declararse casamentera de vez en cuando. Carraspeé, aseándome la cara y el cuerpo con agua templada mientras ella me preparaba la ropa.

— Lo es.

— Poco comunicativo, pero agradable.

— Echa de menos Quebec.

— ¿Lo echa de menos usted?

Pensativa, finalmente respondí:

— Echo de menos el pasado que tuve allí.

Florentine se sorprendió cuando me puse de pie y caminé hasta el armario que contenía los vestidos que había rechazado desde que abandonamos el Nuevo Mundo.

— ¿Señorita? — frunció el ceño, sosteniendo mis ropajes de luto habituales.

— No quiero vestir de negro —repuse, profundamente nerviosa en mi interior —. ¿Qué vestido podríamos escoger?

Ella abrió la boca, sin poder creer lo que acababa de decir. Para mí, aquella decisión era dolorosamente importante y decisiva. Una parte mi corazón sentía que estaba olvidándome de Jeanne si abandonaba el duelo. No quería enterrarla en todos los aspectos de mi vida, aunque estuviera muerta.

— ¿Puede repetirlo?

Triste y a la vez contenta, sonreí.

— ¿Qué vestido podríamos escoger? Florentine, ¿me ayudarías?

Sus ojos se humedecieron, pero contuvo las emociones. Vivaracha, abrió el armario y rebuscó. Mientras tanto, yo apretaba los puños para que el nerviosismo no acabara con mi seguridad. Atenta, Florentine me mostró un vestido de color crema con bordados dorados y corsé en forma de pico. Había sido uno de mis preferidos.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now