Ikwezens - Una niña

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Cuando se hubo calmado, Vittoria me condujo hasta sus aposentos personales. Como era tradicional, Derrick y ella ocupaban habitaciones separadas, norma que solo era rota cuando el marido requería la compañía nocturna de su esposa, fuera cual fuera su naturaleza. Durante el laberíntico trayecto hasta el único espacio personal que poseía en aquel país extranjero, ni el servicio ni los invitados que nos cruzamos ocultaron su desconcierto por vernos caminar juntas, cogidas del brazo. Ella bajaba el rostro, yo lo mantuve alto hasta sentir que las venas del cuello me exigían descanso.

— Adelante — me invitó a pasar primero.

Una enorme estancia me acogió. Las velas, como las que había divisado en el salón que habíamos ocupado minutos atrás, dotaban al entorno de un aura mágica. Combinándose con el sol matutino, sentí que aquella excesiva luz traslucía con perfección la personalidad de la condesa de Ragusa: era su peculiar forma de combatir la oscuridad que la rodeaba. Todo estaba ordenado, con una amplia y alta cama repleta de almohadones exóticos, un vestidor y un nacarado tocador coronado por un espejo de forma ovalada. Sobre la cabecera, un intrigante retrato suyo parecía mirarnos de todas las direcciones.

— ¿Te agrada? — quiso saber con cierta timidez —. Ven, dispongo de otra habitación contigua.

La seguí, cruzando una puerta, y arribamos a lo que ella denominó "mi sala de juegos". En un cubículo algo más pequeño, una mesa con cuatro sillas, sillones, dos grandiosas estanterías y un clavicordio decoraban aquellas paredes pintadas con flores y angelitos rollizos.

— Está un poco desordenada. Mi padre me ha enviado algunos cuadros de mi antigua casa y todavía no hemos tenido tiempo de colgarlos — me explicó, señalándolos. Thomas Turner habría babeado por sustraer alguno de ellos —. ¿Te gusta la música?

— Me encanta la música — le sonreí.

También me encantaba su fuerte acento italiano al parlamentar en inglés y la estela tierna que se formaba en sus labios cuando se atrevía a sonreír.

— ¿Y leer? Mi marido se encarga de abastecerme de nuevos títulos cada mes, soy una lectora voraz.

— Me encanta leer — ensanché mi sonrisa —. He leído a algunos poetas italianos.

Se le iluminó el rostro y, sin más, declamó en su lengua materna:

— Era el día que al sol palidecía la piedad por su Autor crucificado, cuando fue entonces, sin prestar cuidado, de vuestros ojos presa el alma mía. Tiempo de combatir no suponía ofensas del amor; y descuidado andaba sin haberme sospechado que era principio tal de mi porfía. Hallóme desarmado Amor del todo y abierta de los ojos vio la vía que son del llanto umbral y paso zarco. Mas fue, a mi parecer, bellaquería herirme a mí de flecha en aquel modo, y a vos armada ni aun mostrar el arco.

La belleza de su voz me aturdió. Sus pupilas brillaron con el sueño del amor romántico que le había sido arrebatado. Sin remedio, mi corazón se aceleró en ausencias, en el indígena que lo ocupaba, en su flecha.

— El fuego que pensé estar apagado del frío y de la edad ya menos nueva, llama y martirio al alma le renueva. Nunca apagado fue del todo, veo, sino cubierto su rescoldo un tanto; y este segundo error peor lo creo. Por lágrimas que a miles vierto tanto conviene que el dolor destile en llanto del pecho que rescoldo y yesca lleva; no sólo como fue, pues aún se ceba. ¿Qué fuego ya no hubieran apagado las lágrimas que vierto siempre firme? Amor, si bien ya tarde lo he notado, quiere entre dos contrarios confundirme y tantos lazos tiende en constreñirme que cuanto es más mi fe en que se subleva, más a su rostro el alma me ata y lleva.

Vittoria, sorprendida, se llevó las manos a la boca. Me sabía aquel libro de memoria, se lo recitaba a Florentine cuando el dolor de su espalda le impedía dormir. De entre todos los poemas que lo contenían, aquel era uno de mis predilectos.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon