Aabitawaasige - Cuarto menguante

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  • इन्हें समर्पित: JudPorti
                                    


El rencor era un pecado entre los hermanos de la tierra. Ziibin, el delincuente que, bien mirado bajo la luz de la luna, no contaba más de diecisiete años, olvidó por completo mi ataque en su pierna al reconocerme. Le ayudé a levantarse del suelo al tiempo que efectuaba aspavientos con la mano para restarle importancia. "Es un rasguño, hermana, es un mísero rasguño", insistía. Era desgarbado por la delgadez, parecía una rama de árbol que había crecido entre curvas desordenadas, y poseía unos dientes prominentes. Dejé que se apoyara en mi hombro, porque cojeaba, y la admiración que iluminaba sus preciosos ojos oscuros se desestabilizó al acercársenos Florentine y Esther.

— Nisayenh, ellas son mi familia — les hice un gesto para que le saludaran. Estaban llenas de polvo por la caída —. Ella es Florentine y ella es Anang-ikwe.

Emplear el nombre ojibwa de Esther, con el que Namid le había bautizado, provocó que ambos adquirieran una expresión de desconcierto. Me había dirigido a ella con aquel apelativo en algunas ocasiones, sin molestias por su parte, pero todavía no se había acostumbrado al cambio. Tampoco quería obligarla a tomarlo como propio, mas pensé que sería buena idea para ganarme la confianza de Ziibiin.

— Es un placer conocerle — Florentine rechinó los labios y le arrebató los baúles con cierto orgullo.

El hombre blanco que nos había entretenido para que ellos nos robaran había desaparecido a corre prisa con el carromato, era de noche y la posada escupía borrachos y chismosos con dudosas intenciones. Las colonias eran más peligrosas que cualquier ciudad británica o francesa, sobre todo cerca de los puertos; un hormiguero de maleantes con nada que perder en el Nuevo Mundo de las oportunidades. Acabábamos de llegar y ya habíamos sido atacadas. Contuve un suspiro cansado y forcé una sonrisa.

— Ven, saluda al chico — pedí a Esther.

Él estaba tenso como un tronco, observándolas como si fueran un lobo a punto de atacar. "Una está lisiada y la otra es una cría, son inofensivas", pensé.

— Anang-ikwe no habla, nisayenh — le expliqué en francés, ya que lo entendía perfectamente. Esther anduvo hasta nosotros, reverenciando su barbillita redonda, en son de paz. Noté que estaba fascinada por sus ropajes y pinturas, tan extranjeros —, pero está encantada de conocerte.

Para los ojibwa, una persona muda era siempre un símbolo de sabiduría. Consideraban que las palabras eran de los elementos menos importantes en las interacciones humanas, puesto que conducían a engaños y no eran capaces de abarcar los sentidos del mundo terrenal. En cambio, los que habían nacido —o habían decidido— eliminar aquella capacidad, eran tomados como mensajeros de los vestigios de los ancestros. Para Ziibin, aquella infante que no alcanzaba diez palmos del suelo merecía un respeto mayor que nosotras, por lo que la saludó con cortesía, inclusive con cierta culpabilidad por haberla empujado.

— Los espíritus os guíen — pronunció la frase que utilizaban para mostrar su amistad incondicional.

— Los espíritus te guíen, nisayenh — constaté.

No era el momento de atiborrarme a preguntas y dijo en nuestra lengua:

— Deber salir de aquí, nishiime. Rápido.

Estábamos a la vista y su compañero de fechorías, quien estaría escondido en el bosque que bordeaba la aldea, quizá no tendría la paciencia para esperarle y menos para devolverme el macuto de Namid.

— Esto lo llevamos nosotras — Florentine apartó el equipaje antes de que él se ofreciera a cargarlo. Su mandíbula se contrajo con indignación —. No me fío de él, señorita.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें