Akawe - El primero

531 119 46
                                    

Exeter, mayo de 1760

— ¿Es usted el encargado de reclutar mozos de cuadra para la familia Whytt?

El hombre, ataviado con un profuso bigote grasiento y gris, sucio como una mula desnutrida, me miró por encima de la muchedumbre de la taberna. Me había adelantado hasta su mesa, interrumpiendo la seguramente interesantísima cháchara con una de las camareras, y la interrupción no le gustó en absoluto.

— ¿Quién diantres eres tú, niño?

La mujer se levantó de sus piernas, guardándose uno de sus senos de nuevo en el corsé descorrido. Eran enormes. Le dio un beso en la boca, melosa, y después se alejó.

— Me has arruinado la compañía — bufó, de evidente mal humor —. Te he hecho una pregunta. ¿Qué coño quieres?

"Eso son dos preguntas distintas", pensé.

— Usted es el encargado de reclutar a los miembros del servicio para la familia Whytt, ¿no es cierto?

Se echó a reír y unas gotas de cerveza se desparramaron por la mesa. Varios clientes me empujaron, abriéndose paso entre el gentío que bebía y bailaba como si se tratara del fin del mundo. Aparte de las empleadas o prostitutas, yo era la única fémina del lugar.

— ¿Me has interrumpido porque buscas trabajo? ¿Has perdido el juicio?

Estaba segura de que era un bravucón de tres al cuarto. Sentirse imponente aumentaba su sentido de la masculinidad, pero no era más que una pantomima. Ni siquiera se había dado cuenta de que no era un chico, sino una chica. Desde que había partido, mi atuendo había sido estrictamente varonil —pantalones, una ancha camisa, botas y cinturón de piel—, mi pelo estaba tan corto que apenas podía agarrarlo con los dedos, estaba llena de inmundicia y me había anudado los pechos para ocultar su protuberancia. Lo holgado de mis harapos impedía descubrir las curvas naturales de mi figura y solo había tenido que defenderme de un par de asaltantes con intenciones ilícitas por el momento.

— Necesito el trabajo desesperadamente — dije, angustiada, sin tomar asiento —. Por favor. He trabajado como...

— Calla, por dios santo. Qué pesadez — suspiró. Supuse que se consideraba un conde por trabajar para nobles sin serlo —. Esos asuntos no se tratan aquí. Acude el lunes a primera hora al mercado, en el puesto que hay junto a la iglesia, y veré qué puedo hacer.

— No puedo esperar hasta el lunes. Tengo hambre. Necesito el trabajo — supliqué.

— Levántate del suelo, alimaña — me regañó cuando me arrodillé —. Hay decenas de chicos como tú que anhelan ese puesto de trabajo. ¿Por qué debería de dártelo a ti?

Los Whytt pagaban concienzudamente a sus empleados. Eran uno de los señores más respetados del condado, puesto que se hacían cargo de sus asuntos de forma ordenada, legal y limpia. Caídos en desgracia, fueron alzados en sociedad gracias a sus diligentes colaboraciones con los condes de Devon.

— Puedo trabajar muy bien. No como mucho. Se me dan bien los caballos — repliqué.

— Pero si eres diminuto como un alfiler — me repasó —. ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Qué referencias posees?

— Trabajé de polizonte en alta mar. Estuve en el Nuevo Mundo. Domaba caballos. Por favor, se lo imploro.

La camarera regresó empujándome con sus caderas hacia un lado. Se contoneó, sosteniendo otra jarra de cerveza, y le murmuró algo al oído. Él se sonrojó, riéndose. Nunca hubiera pensado que aquellas armas pudieran ayudarme: el hombre sin duda prefería pasar tiempo con aquella dama que discutiendo conmigo. Acostarse con ella resultaba una actividad más excitante.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now