Onaabeman - Su esposo

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Los condes solo nos permitieron entrar en palacio para recoger nuestras pertenencias, mas estaba terminantemente prohibido que cualquier persona se relacionara con nosotros, incluido el servicio, incluida Vittoria. No la había visto durante todo el día y ahora me estaba vetado buscarla. Mi corazón albergaba la certeza de que algo había ocurrido, pero que ella había observado lo acontecido desde su ventana. Fuera como fuera, necesitaba urdir una forma de poder despedirme y abrazarla una última vez.

Antoine estaba bajando los baúles al carruaje que Carlo nos había cedido y yo pensaba en Étienne. Ciertamente me desconcertaba. En aquel momento, tal y como había prometido, estaría llevando a Henry a su modesta cabaña para que terminara de recuperarse en su hogar, rodeado de sus conocidos. ¿Por qué estaba ayudándonos? ¿Bajo qué propósito? Paranoica, temí que los señores de aquella casa nos encerraran en un calabozo o nos tiraran a patadas, mas éramos demasiado insignificantes para ellos, batallábamos en senderos distintos. Bastaba con ignorarnos, con no darnos protagonismo y tratarnos como escoria.

No restaba nada por recoger, tan solo un libro de poemas. Reposaba sobre la cama deshecha, recordándome que volveríamos al principio, a la ausencia de rumbo y, por tanto, a la pérdida sin remedio de Namid. Con los puños apretados y aquel ejemplar en la mano, salí al pasillo y me dirigí con paso firme a los aposentos de Vittoria. Debía entregárselo a pesar de las restricciones.

— Déjeme pasar — mascullé una vez tuve enfrente al criado que se encargaba de que nadie la visitara. Él, ceñudo, se sorprendió de mi exigencia —. Apártese.

— Me temo que no es posible, mademoiselle. La condesa se encuentra indispuesta. Si tiene algún mensaje que entregarle, yo se lo transmitiré — flanqueó la puerta.

Carecía de tiempo para aquello.

— Apártese — repetí, sin paciencia.

— Ya le he dicho que...

Nadie iba a impedirme entrar. Ella era mi amiga y no la abandonaría.

— ¡Apártese!

Harta, lo empujé con todas mis fuerzas y le propiné un aparatoso puñetazo en el rostro, provocando que perdiera el sentido. Rauda y nerviosa, le arrebaté las llaves y giré la cerradura. Al abrir, hallé a Vittoria al final de la estancia, junto a las cortinas, dándome la espalda.

— ¡Vittoria! — exclamé, pletórica por volver a verla y poder explicarme — ¡Vittoria, soy yo!

Cerré y anduve hasta ella con ansiedad. La abracé por detrás e intentó apartarse, sin girarse, como si quisiera huir de mí. La habitación estaba inmaculada y uno de sus coloridos loros cacareaba.

— ¿Q-qué ocurre? — me alarmé, sin comprender su reacción. Ella se escondió más sobre sí misma, alrededor de los ropajes de seda que portaba para dormir, y la agarré de la muñeca —. Vittoria, ¿qué pasa? Tenemos poco tiempo y... Mírame, Vittoria — se resistió y escapó antes de que pudiera retenerla. Sin embargo, no avanzó lejos y tiré por segunda vez —. ¡Vittoria, mírame!

En el momento en que la puse frente a mí con violencia y nuestros ojos se encontraron, vi que los suyos estaban repletos de amargas lágrimas. Estaban hinchados, amoratados, como sus labios y mejillas. La rabia ardió en mi pecho y supe que Derrick le había propinado una dura paliza.

— ¡¡Catherine, no, no vayas!!

Vittoria, la dulce Vittoria me sujetó con angustia antes de que echara a correr para encontrar al desgraciado de su marido. Su llanto aumentó y casi se lanzó a mis pies para que no acudiera en su busca.

— ¡¡No vayas, te lo suplico!!

— ¡¡Juro que lo mataré a golpes!! — forcejeé para liberarme.

— ¡¡No vayas!! — continuó llorando —. ¡¡Yo me lo busqué, yo...!!

Fuera de mí, me solté y me precipité en la sala que guardaba sus cuadros, estanterías e instrumentos. La impotencia se transformó en inexplicable al contemplar que el primogénito había destruido todo: las hojas hechas jirones, los objetos pateados por el suelo, las pinturas rasgadas por la mitad.

— ¡¡Maldito malnacido!!

Regresé a la habitación principal y Vittoria estaba sobre la alfombra, suplicándome sin fuerzas. Con las pupilas humedecidas, me abalancé sobre su cuerpo, abrazándola. Ella se sujetó a mí con desesperación y balbuceó:

— Yo me lo busqué, yo me lo busqué...

Abrumada, palpé en busca de su vientre. Continuaba en el mismo lugar, abultado y aparentemente sano. ¿Cómo se había atrevido a golpear a una mujer embarazada, a su propia descendencia?

— ¿Qué te ha hecho, dios santo? ¿Qué te ha hecho...?

Le tomé el rostro con ambas manos y las lesiones me dejaron sin aliento. Su ojo izquierdo estaba tan inflamado que apenas podía abrirlo..., los pómulos acardenalados, el labio partido..., un feo corte en el nacimiento de la oreja.

— ¿Qué te ha hecho...?

Derrick había empleado una cruda violencia en su esposa, razón por la cual ella había permanecido encerrada. El cuerpo me temblaba de cólera, sobre todo porque entendí que no se trataba de la primera vez.

— Te curaré, te curaré — dije con ansiedad, sentándola sobre el colchón — Nos iremos de aquí. Yo cuidaré de ti y...

Mirándome con el peso de todas las mujeres del mundo, rompió aguas. 

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now