Animise - Ella vuela lejos

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— ¿Estás segura de esto?

La dulce voz de Antoine interrumpió la inquisidora mirada que estaba dirigiendo a la decena de hombres que ya se habían situado sobre la línea de salida sobre sus caballos. Todos y cada uno de ellos pertenecían a buenas familias del condado, con sus flamantes casacas y sus gallardos caballos de raza. Observé que algunos eran bastante jóvenes, mientras que otros doblaban mi edad.

— Nunca lo estoy — respondí, riéndome un poco para calmar mi nerviosismo —. Hace años que no monto.

Ninguno de los dos habíamos decidido profundizar en el importante paso que había dado: estaba rompiendo el juramento personal de no volver a cabalgar jamás. ¿Por qué lo había quebrantado? Ni siquiera yo lo sabía..., era como si mi cuerpo hubiera gritado que estaba preparado para deshacerse de aquel luto al presenciar la valerosa intervención de Henry.

— No tengas miedo. Eres la mejor amazona de toda Inglaterra, estoy seguro de ello — me apretó la barbilla con ternura —. Demuéstrales lo que vales.

A ambos lados de la explanada, una considerable multitud vitoreaba, esperando a los participantes que quedaban para dar comienzo a la carrera. De entre el gentío, un joven moreno surgió con un caballo esquelético. Se escucharon risas mal disimuladas y él caminó con trabajado orgullo hasta situarse en el límite correspondiente. Vi que me buscaba con la mirada.

— Ahí viene Bonaventura.

"¿Dónde está Vittoria?" pensé cuando llegó hasta nosotros tirando de un rocín de color marrón oscuro. Ella me había asegurado que me entregaría su yegua, sin embargo, no estaba por ninguna parte.

— Buenas tardes — nos saludó —. La condesa de Ragusa ha sufrido un contratiempo y no ha podido ofrecerle su yegua, señorita Olivier — palpé que mentía, pero no objeté —. Me he tomado la molestia de cederle mi caballo, si no le importa. Es un buen ejemplar, dócil, no la hará caer.

— Catherine no se caería de ningún caballo, se lo aseguro — se rió Antoine al tiempo que yo me acercaba al que sería mi compañero de travesía.

Era un animal bonito, pacífico. Ni tan siquiera se inmutó cuando le acaricié entre los ojos. De nuevo, aquella punzada de dolor en las costillas, la que portaba el recuerdo de Namid, me atravesó.

— ¿Cómo se llama? — pregunté, acostumbrándome a su textura y olor.

— ¿El caballo? No tiene nombre.

— Los caballos deben tener nombre — comenté, sonriéndole —. ¿Cómo le hablaré si carece de él?

Carlo se me quedó mirando, confuso.

— ¿Hablarle?

— Te llamarás Desagondensta — bauticé.

Antoine me escudriñó con tierna melancolía, conociendo el significado privado de aquel nombre.

— Catherine y Desagondensta, una estupenda pareja ganadora — añadió. Jamás lo había conocido, pero sabía que se había sacrificado por Jeanne, costándole su propia vida —. Gracias, signore.

— Gracias — reiteré, sin dejar de acariciarlo.

— ¿Qu-qué significa?

— Es un nombre indio — le aclaró Antoine con cierto misterio.

— Significa "El que pone a la gente en pie" — murmuré, absorta en su pelaje y en los latidos de su corazón —. Quien lo portaba era un viejo amigo, un hombre admirable. Espero que no le moleste que me dirija a su caballo con ese nombre.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora