Azhashki - Barro

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El hueco donde había insuflado vida, boca a boca, a Namid era un cajón vejado, mancillado por el dolor más vil. Tras haber ocupado un amplio espacio en mi corazón, su marcha había dejado un vacío inabarcable por las medidas del hombre racional. Su marcha para siempre. El vuelo que yo había aceptado soportar: su matrimonio con otra mujer. Me había quedado en tierra mientras él sobrevolaba sobre el firmamento sin mirar atrás. "Qué estúpida has sido, Catherine. ¿Por qué creíste que él te esperaría después de las cosas que hiciste y dijiste en aquella celda? Le suplicaste que no te esperara".

— Es por aquí. Tenga cuidado con los salientes, es un terreno bastante escarpado.

Thomas notó que me temblaban las piernas al tiempo que avanzábamos por el denso boscaje a las afueras de Quebec, al oeste de la parte baja de la ciudad.

— Cójame de la mano.

No me temblaban porque tuviera miedo, sino porque no había dormido en días. Había pasado las horas tocando el clavicordio, componiendo, y limpiando. Sin embargo, su carita no desaparecía, ni tampoco el recuerdo del ritmo de su respiración dormida. Debía hallar la forma de matar a Namid para que su fantasma, que ya ni siquiera era mío, me otorgara paz. Matarlo en todas partes, en cada una de las estrellas que había vertido en mi alma.

— Espere aquí. Métisse llegará en cualquier momento.

El tacto sudado de su palma se desprendió de la mía. Yo pensaba: "está vivo, está vivo, está vivo". Podrá ser libre. Sin mí.

— Señorita Waaseyaa...

Su voz me instó que los minutos pasaban, aunque me quedara de pie con la mirada perdida. No los había oído llegar. Ella, unos pasos más atrás, me escudriñó con aquellos ojos inquisidores que no había olvidado.

— Bueno, no son necesarias las formalidades...

— Buenos días, Métisse. Cuánto tiempo sin verte — me solapé con el mercader. Soné como si no hubiera pronunciado palabra en meses, ronca y distante —. ¿Cómo estás?

Estaba más bella de lo que recordaba. Su encanto no residía en unas facciones angelicales, sino en lo contrario: sus rasgos eran templados, pero algo masculinos. La nariz puntiaguda, la media melena negra como el tizón y la piel mulata. Había sobrepasado los veinte años y su altura no había cambiado: era bajita y escuálida.

— Métisse, la señorita te ha hecho una pregunta.

No me había respondido por falta de cortesía, la razón estribaba en que estaba demasiado sorprendida por volverme a ver. La gran mayoría de personas que me habían conocido en Nueva Francia terminaron por aceptar que tanto yo como Antoine habíamos muerto en la guerra. Numerosos cadáveres no habían sido encontrados y habíamos batallado en el bando perdedor, por lo que la joven se enfrentó a ciertas dificultades al mirarme. Ahí estaba Catherine Olivier, la niña rica con vestidos vaporosos, enormes para sus temores infantiles, la india blanca, la guerrera de fuego.

— Qué mal aspecto tienes, querida.

Tenía un diente partido, lo advertí cuando me sonrió.

— Parece que has salido de una cloaca — culminó.

Thomas Turner fue a reprenderla, mas lo detuve con un ademán de la mano, devolviéndole la sonrisa plácida. No en vano iba vestida con harapos y el pelo no me había crecido más allá de la longitud de las orejas, ondulado. Mi elegancia —si es que había llegado a poseerla— estaba enterrada.

— ¿Dónde están tus corsés, princesita?

Métisse iba ataviada con un atuendo marrón oscuro de dos piezas, sencillo, dividido en un corpiño delantero malgastado y una falda sin miriñaque que le caía a pliegues, engañando al espectador al dotarle de una anchura que poco se correspondía con su delgadez. Estaba sucia y restos de maquillaje le envejecían, como a un bufón mal avenido.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now