Aabawaate - El sol que calienta el amanecer

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Por muy certero que fuera con las armas, Inola era curiosamente torpe con la pluma. A diferencia de los niños, que en ocasiones se enrabietaban por no seguir el ritmo o volcar los tinteros sin querer, él no sentía su orgullo ultrajado por ir con retraso en caligrafía. Los garabatos que se esforzaban por repetir el alfabeto eran, después de largas semanas de clases particulares, inteligibles. Por el momento solo sabía escribir su nombre, con trazos torpes e irregulares, y los días de la semana. Era en cierto modo bello advertir cómo la inocencia de su letra, tan semejante a la de un infante, contrastaba al extremo con su apariencia.

— Lo has hecho genial, nisayenh. ¿Ves? — le señalé la fecha —. Hoy es miércoles. Miércoles.

Se rascó la cabeza, meditando, y después mojó la pluma para trazar una "C".

— Sí, mi nombre empieza por esa grafía — le sonreí, ya que todos los días terminábamos la sesión con aquel gesto por su parte —. Pero, ¿y la segunda? ¿La sabes?

Apretó la nariz, como cada vez que se concentraba. Le sujeté la mano con cuidado para dirigir correctamente la trayectoria. No le gustaba que le tocaran, pero a mí me lo permitía. Al principio no me había atrevido a aproximarme, aun teniendo en cuenta que él apretaba tanto el utensilio que rajaba el papel, pero los matices de su silencio, que eran diversos como los juegos de luces del atardecer sobre una paleta de colores, me indicaron que podía rozarle. Jamás me había apartado.

— Eso es, una "A". La vocal "A". Así. Fabuloso.

Le aplaudí e Inola me sonrió sin sonreírme, al igual que un anciano sin movilidad, víctima de una apoplejía. De pronto, se giró de un resorte hacia la puerta, con su oído de zorro, y ambos encontramos a Namid en el resquicio de la puerta, junto a Florentine, a punto de tocarla para pedir permiso. El corazón se me aceleró, ajeno a la razón, indomable ante la vastedad de preguntas que despertaba aquel joven. Su mirada sobre mí era ardiente, aunque aún conservaba cierta contención.

— Discúlpenos, señorita. Han dado las cinco.

Era la hora del té. Tras mis lecciones, los niños se quedaban un rato en el jardín, jugando, y Jeanne preparaba una solícita merienda para quien tuviera apetito, sobre todo si Honovi o algún otro miembro importante del clan nos había acompañado aquel día. Inola y yo disponíamos de una hora hasta que el reloj marcaba la cita vespertina para nuestros avances. Una vez terminábamos, Florentine solía subir, acompañada del curioso Namid, para avisarnos de que nos estaban aguardando en la planta inferior.

— Hemos terminado por hoy, nisayenh — volví a sonreírle, cerrando los cuadernos —. Mañana continuaremos, ¿te parece?

No había reunido el valor para preguntarle a Namid por qué renegaba de ser mi alumno. Si bien era cierto que me había sido ventajoso no tener que ser su profesora —dada la vergüenza que me hubiera hecho pasar—, al mismo tiempo me contrariaba.

— No te preocupes, Florentine. Ya me encargo yo de recoger.

Inola ordenó sus pertenencias en silencio, guardándolas en el cajón de su pupitre, y dejó que Namid le revoloteara como una abeja, pululando a su alrededor mientras le contaba en lengua ojibwa qué había hecho aquella jornada. Él no respondía, pero su primo proseguía porque le escuchaba con atención, más que ningún otro.

— Señorita, tome.

La voz de Florentine me arrojó al suelo que pisaban mis pies. "Te has quedado embobada mirándole", me ruboricé al darme cuenta de que, en vano, me lo había repetido tres veces para que cogiera los manuales y los dejara en la estantería.

— Perdona.

Colorada, aparté la vista con brusquedad, centrándome en lo que tenía delante, no en él, en lo adorable que estaba emocionándose con sus relatos mundanos, y mi criada dominó una media sonrisa entrañable.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now