Wiineta - La única

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— Siéntese, por favor.

Con profundo apuro, Jack me ofreció el sillón desgastado que había al lado del fuego. Había vagado sin rumbo por los bosques hasta agotar las lágrimas y sosegarme, sin abrigo y sin cuidado. Tenía la trenza revuelta, blanquecina por la nieve, y los párpados hinchados. Habiendo sido incapaz de regresar y encarar a Namid, había terminado por llamar a su puerta, apareciendo horas antes de la cita acordada. El patriarca de aquel clan me había abierto con sorpresa, pero al hallar aquella estampa en la calculadora y distante señorita Clément, la transformó en preocupación.

— Cariño, prepárale un té, por favor.

La esposa, bajo la angustiada mirada de la otra pareja, obedeció. Tres de los niños, los cuales estaban jugando con unos bellos bloques de madera tallados, me observaron con circunspección. Bajo los hilos que gobernaban nuestro mundo, era improbable que una dama de mi estatus social se rebajara a aquella muestra exacerbada de sentimientos con unos pobres.

— ¿Está bien? — se angustió.

Tiritando, la mujer que se había quedado quieta se adelantó y me puso una manta sobre los hombros.

— Yo..., perdónenme...

¿Por qué le había dicho aquellas palabras hirientes a Namid? ¿Por qué él me confundía sin tener en cuenta mis sentimientos?

— Es-escuché un galope y creí que..., que se trataba de mi marido... — tragué saliva, obligándome a construir un engaño creíble en segundos —. Pero..., n-no era él... Salí y..., me perdí y...

— Oh, señorita... Lo lamento...

Analicé cómo estaban escudriñándome: brillaba tal compasiva pena en sus ojos que comprendí que me habían creído.

— Debe de echarle mucho de menos... — murmuró la mujer, apretándome el hombro.

¿Cómo echar de menos a alguien que es tan efímero como una nube estival? Incorpóreo, inalcanzable.

— De-debo volver a casa.

Al intentar ponerme de pie, Jack volvió a sentarme.

— Primero debe entrar en calor. Está pálida. Puede quedarse aquí aunque no sea la hora de la cena, ya ha anochecido y es peligroso vagar sola por estos terrenos. Cuando hayamos terminado de comer, la acompañaremos a la vivienda. Acomódese como si estuviera en su propio hogar.

Iba a apostillar cualquier excusa cuando alguien llamó a la puerta. Mi corazón dio un vuelco, esperando que se tratara de Namid. Sin embargo, reduje la intensidad de mi rostro surcado por las expectativas y carraspeé.

— Debe de ser tu hermano.

Uno de los infantes anduvo hasta la entrada y abrió. Cubierto por un profuso abrigo marrón oscuro, Lucas entró, parándose en seco nada más me halló en la estancia.

— Se-señorita Clément — promulgó una rápida reverencia, quitándose el sombrero.

Fruncieron el ceño cuando necesité más segundos de los necesarios para responderle con normalidad. La decepción, que me perseguía una y otra vez, incluso en los detalles más diminutos, me arrebató el habla momentáneamente. Había deseado tanto que Namid hubiera sido él.

— Sa-saludos, querido Lucas — me aclaré la garganta.

Mi aspecto arrebolado le descolocó, pero mantuvo la discreción. Parecía preguntarse qué hacía yo allí, sin avisar, con aquellos aires alterados.

— Tome, le hará bien.

La esposa de Jack me tendió una taza humeante y la acepté sin rechistar. A pesar de que ninguno pretendía ser un entrometido, todavía continuaban confusos por mi surgimiento inesperado.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now