Ogozisan - Su hijo

565 128 29
                                    

Encogida sobre mí misma en el interior del carruaje, con los desgarradores gritos de Vittoria todavía retumbando en las sienes, el silencio proveniente del campanario de la capilla de los condes de Devon ensombreció mi semblante.

— No han replicado las campanas — apuntó Antoine, sentado frente a mí, leyendo mis pensamientos.

A su lado se situaban los presentes que nos había entregado Carlo antes de despedirnos con angustia y conmoción. Las muñecas continuaban doloridas a causa de los forcejeos, de la violencia empleada para echarnos de aquel palacio a patadas. El terror suscitado por mis amenazas al primogénito había cumplido su propósito: proporcionarnos tiempo para desaparecer. Sin embargo, no había podido ver a mi amiga una última vez. Bramé desde las escaleras que la salvaría, que jamás me olvidaría de ella. Esperé que hubiera podido escucharme y que la ausencia de celebraciones indicara que no había muerto durante el parto.

— Ha dado a luz a una niña — repuse con voz queda.

Los presagios de Vittoria se habían cumplido, de lo contrario, el campanario hubiera estado proclamando a todas las tierras del condado que un heredero varón había sido proporcionado a la estirpe. Al no hacerlo, y dado que seguramente la nueva criatura había llegado al mundo, ello solo podía significar que se trataba de una fémina. A pesar de las funestas consecuencias de aquello, sonreí con cierto hálito de venganza.

— Era imposible intervenir a su favor, Cat.

Los azulados ojos del arquitecto buscaron mi aceptación. Tenía razón, pero mis puños se crisparon. Me costaba aceptar que no podría sacarlas de allí, que debía rendirme para librarme de la horca. Seguir adelante dejándola atrás.

— Lo sé.

— Debemos largarnos de aquí. Y pronto. No confío en que esos malnacidos no busquen represalias. Podrían...

— Cuando salgamos de sus terrenos, será imposible rastrearnos. Tomaremos otros caballos y partiremos de vuelta a casa.

Mi temeraria salida los había asustado y sabía que el conde detendría cualquier tipo de castigo. En primer lugar, éramos insignificantes. En segundo lugar, mis intervenciones no habían alterado en absoluto su paz ni habían mermado el yugo de aquel núcleo familiar. En tercer lugar, nos quería fuera de su vista e ignorarnos era la mejor forma de conseguirlo. En cuarto lugar, sus ilícitos negocios eran más importantes que cualquier ser humano, incluido su hijo. Le traía sin cuidado que yo hubiera humillado a Derrick o asesinado a casacas rojas durante la guerra: prefería mantenerse en su inalcanzable trono de marfil. Desde allí, el mundo seguiría girando a su favor.

— Confía en mí, Antoine. Solo nos detendremos unos minutos, necesito comprobar que se encuentra bien.

Él inspiró, sin emitir queja, y ordenó al cochero que acelerara. Ambos estábamos aceptando la decepción sufrida y, en cierto modo, despedirme de un convaleciente Henry era lo mínimo que podía realizar para reducir mi sentimiento de culpa. Mi cuerpo exigía regresar, echar la puerta abajo y liberar a aquella princesa de cabellos dorados..., pero mi mente sabía que era improbable.

— Solo será un momento.

Taciturnos, la conversación entre nosotros cesó hasta que arribamos a la aldea situada en los bordes de la finca. Estaba internada en el interior del bosque y, como Antoine había trabajado codo con codo con algunos de sus habitantes, nos guio hasta el epicentro de aquel conjunto de cabañas de madera destartaladas. El frío calaba hasta los huesos, mezclado con una humedad mortífera propia de aquellos parajes norteños. Sin detenernos en saludos, cruzamos el lodazal que rodeaba el decrépito pozo y una anciana nos indicó dónde vivía Henry.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora