Giishkijiin - Abrazar

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Bajo el influjo de las dulces caricias de Namid, caí dormida en aquella entrañable postura: abrazada e inclinada sobre su cuerpo, junto a la chimenea. Inmiscuida en aquel sueño apacible, desprovisto de pesadillas, no pude percatarme de que él terminó cogiéndome en brazos, escaleras arriba. No fue hasta que la puerta de la habitación crujió al ser abierta que me desperté de golpe. Exclamé un grito ahogado al encontrarme en el aire, sostenida como una niña ligera, en la oscuridad. Sus pupilas parpadearon, único foco de luz en el umbral, y se quedó quieto.

— I-iba a...

"Iba a llevarte a la cama", quiso explicarse. Sin embargo, al ser descubierto antes de completar su misión, carraspeó y me bajó. ¿Cuánto tiempo había estado recostada sobre su pecho? Tenía las mejillas coloradas, sin saber dónde mirar, todavía aturdida.

— No, no pasa nada — tosí para aclararme la garganta —. Siento haber...

— Encenderé las velas.

Interrumpiéndome, entró en la estancia y le oí rebuscar. Yo desconocía si seguirle o no. "Deja de pensar en si te ha escuchado roncar o no", me reprendí. No habíamos hablado sobre cómo íbamos a dormir y aquel transporte entre sus extensos brazos no hizo más que empeorar mi nerviosismo. ¡¿Por qué diantres te has despertado, Catherine?!

— Bajaré a llenar el brasero — anunció una vez las tenues llamas iluminaron la habitación, con aquella especie de olla cerrada de hierro que mantendría los pies del colchón calientes.

Como poseído por la angustia, ni me dirigió una mirada y pasó por mi lado como un oleaje descontrolado. Antes de que llegara al pasillo, le detuve por la muñeca con el corazón en la garganta. Noté, al tocarle, que su pulso avanzaba al galope, agresivo.

— Espera — musité con voz queda —. Espera, Namid.

Que le hubiera detenido no significaba que albergara un plan maestro. A decir verdad, mi bravucona timidez estaba improvisando. Por ello, cuando él se giró y nuestros ojos se encontraron, me asusté de haberle retenido sin saber qué esperaba adquirir de aquel freno. Estaba rojo como un tomate maduro. Rápidamente contrajo la expresión de su rostro en una seriedad distante.

— No debes pasar frío, lo advirtió el médico — intervino primero.

¿Por qué evitaba mis ojos? ¿En qué estaba pensando para estar tan nervioso?

— Siento haberme quedado dormida encima de ti.

"¡¿Por qué le has pedido disculpas por eso, estúpida?!", me desesperé. Al instante, sus cejas se arrugaron, molestas aunque no lo admitieran: con aquel comentario reiterativo, daba a entender que era erróneo adquirir tal intimidad, como si creyera que le molestara que fuera cariñosa. A pesar de que me arrepentí inmediatamente, no supe cómo arreglarlo y me aferré al hecho de que debíamos mantener una distancia prudencial para no presentar tentaciones innecesarias.

— Estaba cansada y...

— Debería encargarme del brasero lo antes posible.

Con autoridad contenida, soltó su muñeca. Podía haberlo hecho segundos antes, pero comprendí que había estado esperando a mi reacción. Insatisfecho con ella, al igual que con la suya propia, optó por romper el vínculo físico.

— ¿A qué viene tanta prisa?

Conseguí que volviera a mirarme. El apetito que me empujaba a evitar que se marchara me sobrecogió. No había ningún otro inquilino en la casa; ésta era enteramente para nosotros... Estaba a nuestra plena disposición para cualquier propuesta, siempre que se concibiera dentro de los muros que nos ocultaban del mundo exterior. Y había numerosas propuestas que acudían a mi mente encendida, pocas de ellas enmarcadas por el regio decoro esperable de mi condición.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now