«... Reina Puesta»

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El cuarto estaba impregnado de playa. Amina sintió las olas acariciar sus piernas en un continuo vaivén. Abrió sus ojos, con una sonrisa en sus labios, se encontraba en el sitio donde había caído y era una sobreviviente de la Imperatrix... Los chicos debían estar allí, y de seguro la perdonarían por no defender a Rafael. 

Pero aquel lugar no era precisamente la playa. El Sol no estaba bañando su cara, ni el mar mojaba sus piernas, ni la arena se escurría entre sus pies, ni sus amigos estaban ahí para recibirla y perdonarla, lo supo en cuanto escuchó el sonido rítmico de la máquina que marcaba los latidos de su corazón y el goteo del suero. 

Un escalofrío comenzó a recorrer su cuerpo. Estaba acostada en una cama y lo sabía. Tenía una aguja en su brazo y lo sabía.

Se llevó una mano a la cara sintiendo el frío líquido derramado en su rostro. Le tomó menos de un segundo darse cuenta de que estaba hospitalizada y que alguien había llorado sobre ella. El olor a mandarinas y a calone se aglomeraron en su nariz. 

En un intento desesperado por saber qué era lo que ocurría se sentó, tomándose de los cabellos. Su corazón dio un vuelco, acelerando las pulsaciones de la máquina.

—Dominick —murmuró. Ella conocía muy bien esos aromas—. ¿Aodh?

Se arrancó el catéter, se despegó de la máquina y bajó de la cama. Caminó hacia su derecha, como habitualmente lo hacía, extendió sus manos tanteando para no hacerse daño, se encontraba en un lugar desconocido. Escuchó unos gritos afuera, y entre ellos reconoció la voz de su tío. Dio con el pomo, angustiada, temerosa de llegar tarde y salió.

Iba descalza, la bata del hospital le colgaba hasta la mitad de la pierna, su cabello despeinado caía por su espalda y hombros. 

Su familia la observó con rostros desencajados, sin decir palabra, mientras ella buscaba con desespero. Necesitaba encontrar algún sonido que le indicara qué dirección tomar, pero los aromas familiares se confundieron con los de ellos.

—¿Nick? —susurró—. ¡Aodh! —gritó con lágrimas acumuladas en sus ojos.

Aidan y Dominick no habían cruzado el pasillo cuando escucharon el grito de Maia. Se dieron vuelta, contemplándola de pie, como una aparición, entre sus familiares, los cuales no terminaban de reaccionar.

—¡Maia! —la llamó Aidan, caminando rápidamente hacia ella.

Amina no dudo más. Se volvió a la izquierda, corriendo hacia el encuentro de los chicos. Sus ojos centellaron, sus iris se bañaron de cobre, apareciendo ante ella, como brazas encendidas, los Sellos de Ardere y Aurum, el primero más próximo. Abrió sus brazos, y con ternura Aidan la atrajo hacia él, enterrando su rostro en su cabellera.

—¡Amina! —susurró, mientras ella aspiraba el aroma a calone que se concentraba en su cuello.

—Perdóname.

—No, no, no digas tal cosa.

—Sí... por mi culpa tu abuelito ya no está contigo.

—No, mi pequeño sol —murmuró—. Mi abuelo te valoraba demasiado como para dejar que... Perdóname, por no defenderte, por no cuidarte, Maia.

—No, Aodh, ese no es mi verdadero nombre.

—Amina... Amina —pronunció apretándola contra él.

Afincada en la punta de sus pies, sonreía como niña. Estaba feliz. Se hubiese ido con él pero de inmediato recordó que su familia estaba allí. 

Su mano sangraba, debido a que se había arrancado la vía, mas poco le importaba, derramando algunas gotas de su sangre sobre la franela de Aidan.

—Aodh... mi familia no nos dará más tiempo.

La Maldición de ArdereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora